DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO

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PRIMERA LECTURA

Escucha, Israel: Amarás al Señor con todo el corazón

Lectura del libro del Deuteronomio 6, 22,6
En aquellos días, habló Moisés al pueblo, diciendo: «Teme al Señor, tu Dios, guardando todos sus mandatos y preceptos que te manda, tu, tus hijos y tus nietos, mientras viváis; así prolongarás tu vida. Escúchalo, Israel, y ponlo por obra, para que te vaya bien y crezcas en numero. Ya te dijo el Señor, Dios de tus padres: "Es una tierra que mana leche y miel." Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria.»

Palabra de Dios.


Salmo responsorial
Sal 17,2-3a. 3bc-4 47 y 51ab
Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza.

Yo te amo, Señor tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador.

Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte. Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis enemigos.

Viva el Señor, bendita sea mi Roca sea ensalzado mi Dios y Salvador. Tú diste gran victoria a tu rey, tuviste misericordia de tu Ungido.


SEGUNDA LECTURA

Como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa

Lectura de la carta a los Hebreos 7,23-28

Hermanos: Ha habido multitud de sacerdotes del antiguo Testamento, porque la muerte les impedía permanecer; como éste, en cambio, permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que por medio de él se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en su favor.

Y tal convenía que fuese nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo. Él no necesita ofrecer sacrificios cada día -como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.

En efecto, la Ley hace a los hombres sumos sacerdotes llenos de debilidades. En cambio, las palabras del juramento, posterior a la Ley, consagran al Hijo, perfecto para siempre.

Palabra de Dios.


Aleluya Jn 14, 23
El que me ama guardara mi palabra -dice el Señor y mi Padre lo amara, y vendremos a ÉI.

EVANGELIO
No estás lejos del reino de Dios

Lectura del santo evangelio según san Marcos 12, 28b-34
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: - «¿Que mandamiento es el primero de todos?» Respondió Jesús:  «El primero es: "Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amaras a¡ Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser." El segundo es este: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo.7 No hay mandamiento mayor que estos.» El escriba replico: «Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale mas que todos los holocaustos y sacrificios.»

Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: «No estas lejos del reino de Dios.» Y nadie se atrevió a hacerle mas preguntas.

Palabra de Dios.


Reflexión sobre las lecturas

XXXI Domingo del tiempo ordinario (B) Deuteronomio 6, 2-6; Hebreos 7, 23-28; Marcos 12, 28b-34.

El padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, presenta un método para descubrir lo esencial en la vida.

Amarás al Señor tu Dios

Un día se acercó a Jesús uno de los escribas, preguntándole cuál era el primer mandamiento de la Ley y Jesús respondió citando las palabras de ésta: «Escucha Israel: el Señor es nuestro Dios, uno sólo es el Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas», que hemos oído, e hizo de ellas el «primero de los mandamientos». Pero Jesús añadió de inmediato que hay un segundo mandamiento semejante a éste, y es: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».

Para comprender el sentido de la pregunta del escriba y de la respuesta de Jesús, es necesario tener en cuenta algo. En el judaísmo del tiempo de Jesús había dos tendencias opuestas. Por un lado estaba la tendencia a multiplicar sin fin los mandamientos y preceptos de la Ley, previendo normas y obligaciones para cada mínimo detalle de la vida. Por otro se advertía la necesidad opuesta de descubrir, por debajo de este cúmulo asfixiante de normas, las cosas que verdaderamente cuentan para Dios, el alma de todos los mandamientos.

El interrogante del escriba y la respuesta de Jesús se introducen en esta línea de búsqueda de lo esencial de la ley, para no dispersarse entre miles preceptos secundarios. Y es justamente esta lección de método la que deberíamos aprender sobre todo del Evangelio de este día. Hay cosas en la vida que son importantes, pero no urgentes (en el sentido de que si no las haces, aparentemente no pasa nada); y viceversa, hay cosas que son urgentes pero no importantes. Nuestro riesgo es sacrificar sistemáticamente las cosas importantes para correr detrás de las urgentes, frecuentemente del todo secundarias.

¿Cómo prevenirnos de este peligro? Una historia nos ayuda a entenderlo. Un día, un anciano profesor fue llamado como experto para hablar sobre la planificación más eficaz del tiempo a los mandos superiores de algunas importantes empresas norteamericanas. Entonces decidió probar un experimento. De pie, frente al grupo listo para tomar apuntes, sacó de debajo de la mesa un gran vaso de cristal vacío. A la vez tomó también una docena de grandes piedras, del tamaño de pelotas de tenis, que colocó con delicadeza, una por una, en el vaso hasta llenarlo. Cuanto ya no se podían meter más, preguntó a los alumnos: «¿Os parece que el vaso está lleno?», y todos respondieron: «¡Sí!». Esperó un instante e insistió: «¿Estáis seguros?».

Se inclinó de nuevo y sacó de debajo de la mesa una caja llena de gravilla que echó con precisión encima de las grandes piedras, moviendo levemente el vaso para que se colara entre ellas hasta el fondo. «¿Está lleno esta vez el vaso?», preguntó. Más prudentes, los alumnos comenzaron a comprender y respondieron: «Tal vez aún no». «¡Bien!», contestó el anciano profesor. Se inclinó de nuevo y sacó esta vez un saquito de arena que, con cuidado, echó en el vaso. La arena rellenó todos los espacios que había entre las piedras y la gravilla. Así que dijo de nuevo: «¿Está lleno ahora el vaso?». Y todos, sin dudar, respondieron: «¡No!». En efecto, respondió el anciano, y, tal como esperaban, tomó la jarra que estaba en la mesa y echó agua en el vaso hasta el borde.

En ese momento, alzó la vista hacia el auditorio y preguntó: «¿Cuál es la gran verdad que nos muestra ese experimento?». El más audaz, pensando en el tema del curso (la planificación del tiempo), respondió: «Demuestra que también cuando nuestra agenda está completamente llena, con un poco de buena voluntad, siempre se puede añadir algún compromiso más, alguna otra cosa por hacer». «No –respondió el profesor–; no es eso. Lo que el experimento demuestra es otra cosa: si no se introducen primero las piedras grandes en el vaso, jamás se conseguirá que quepan después». Tras un instante de silencio, todos se percataron de la evidencia de la afirmación. Así que prosiguió: «¿Cuáles son las piedras grandes, las prioridades, en vuestra vida? ¿La salud? ¿La familia? ¿Los amigos? ¿Defender una causa? ¿Llevar a cabo algo que os importa mucho? Lo importante es meter estas piedras grandes en primer lugar en vuestra agenda. Si se da prioridad a miles de otras cosas pequeñas (la gravilla, la arena), se llenará la vida de nimiedades y nunca se hallará tiempo para dedicarse a lo verdaderamente importante. Así que no olvidéis plantearos frecuentemente la pregunta: “¿Cuáles son las piedras grandes en mi vida?” y situarlas en el primer lugar de vuestra agenda». A continuación, con un gesto amistoso, el anciano profesor se despidió del auditorio y abandonó la sala.

A las «piedras grandes» mencionadas por el profesor –la salud, la familia, los amigos...– hay que añadir dos más, que son las mayores de todas: los dos mandamientos mayores: amar a Dios y amar al prójimo. Verdaderamente, amar a Dios, más que un mandamiento es un privilegio, una concesión. Si un día lo descubriéramos, no dejaríamos de dar gracias a Dios por el hecho de que nos mande amarle, y no querríamos hacer otra cosa más que cultivar este amor.

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