Oficio de Lectura, XXXIV
Martes del Tiempo Ordinario
Llegarás a la fuente, verás la
luz
De los tratados de
San Agustín, obispo, sobre
el evangelio de
san Juan
Tratado 35, 8-9
Nosotros, los cristianos, en comparación con los
infieles, somos ya luz, como dice el Apóstol: En otro tiempo
erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de
la luz. Y en otro lugar dice: La
noche está avanzando, el día se echa encima: dejemos las actividades
de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz.
Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad.
No obstante, porque el día en que vivimos es
todavía noche en comparación con aquella luz a la que esperamos
llegar, oigamos lo que dice el apóstol Pedro. Nos dice que vino
sobre Cristo, el Señor, desde la sublime gloria, aquella voz que
decía: «Éste es mi Hijo amado, mi predilecto». Esta voz –dice–
traída del cielo, la oímos nosotros, estando con él en la montaña
sagrada. Pero, como nosotros no estábamos allí y no oímos esta
voz del cielo, nos dice el mismo Pedro:
Esto nos confirma la palabra de los profetas, y hacéis muy bien en
prestarle atención, como a una lámpara que brilla en un lugar
oscuro, hasta que despunte el día y el lucero nazca en vuestros
corazones.
Por lo tanto, cuando vendrá nuestro Señor
Jesucristo y –como dice también el apóstol Pablo– iluminará lo
que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los designios del
corazón, y cada uno recibirá la alabanza de Dios, entonces, con
la presencia de este día, ya no tendremos necesidad de lámparas: no
será necesario que se nos lean los libros proféticos ni los escritos
del Apóstol, ya no tendremos que indagar el testimonio de Juan, y el
mismo Evangelio dejará de sernos necesario. Ya no tendrán razón de
ser todas las Escrituras que en la noche de este mundo se nos
encendían a modo de lámparas, para que no quedásemos en tinieblas.
Suprimido, pues, todo esto, que ya no nos será
necesario, cuando los mismos hombres de Dios por quienes fueron
escritas estas cosas verán, junto con nosotros, aquella verdadera y
clara luz, sin la ayuda de sus escritos, ¿qué es lo que veremos?
¿Con qué se alimentará nuestro espíritu? ¿De qué se alegrará nuestra
mirada? ¿De dónde procederá aquel gozo que ni el ojo vio, ni el
oído oyó, ni el hombre puede pensar? ¿Qué es lo que veremos?
Os lo ruego, amemos juntos, corramos juntos el
camino de nuestra fe; deseemos la patria celestial, suspiremos por
ella, sintámonos peregrinos en este mundo. ¿Qué es lo que veremos
entonces? Que nos lo diga ahora el Evangelio: En el principio ya
existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra
era Dios. Entonces llegarás a la fuente con cuya agua has sido
rociado; entonces verás al descubierto la luz cuyos rayos, por
caminos oblicuos y sinuosos, fueron enviados a las tinieblas de tu
corazón, y para ver y soportar la cual eres entretanto purificado.
Queridos –dice el mismo Juan–,
ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos.
Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque
lo veremos tal cual es.
Noto cómo vuestros sentimientos se elevan junto
con los míos hacia las cosas celestiales; pero el cuerpo mortal
es lastre del alma, y la tienda terrestre abruma la mente que
medita. Ha llegado ya el momento en que yo tengo que dejar el
libro santo y vosotros tenéis que regresar cada uno a sus
ocupaciones. Hemos pasado un buen rato disfrutando de una luz común,
nos hemos llenado de gozo y alegría; pero, aunque nos separemos
ahora unos de otros, procuremos no separarnos de él.