Oficio de Lectura,
XVII lunes del tiempo ordinario
Hay que
orar especialmente por todo el cuerpo de la Iglesia
Tratado de
San Ambrosio,
sobre
Caín y Abel
Libro 1,9,34.38-39
Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza,
cumple tus votos al Altísimo. Alabar a
Dios es lo mismo que hacer votos y cumplirlos. Por eso, se nos dio a
todos como modelo aquel samaritano que, al verse curado de la lepra
juntamente con los otros nueve leprosos que obedecieron la palabra
del Señor, volvió de nuevo al encuentro de Cristo y fue el
único que glorificó a Dios, dándole gracias. De él dijo Jesús:
No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios. Y le
dijo: «Levántate, vete: tu fe te ha salvado».
Con esto el Señor Jesús en su enseñanza divina te
mostró, por una parte, la bondad de Dios Padre y, por otra, te
insinuó la conveniencia de orar con intensidad y frecuencia: te
mostró la bondad del Padre, haciéndote ver cómo complace en darnos
sus bienes, para que con ello aprendas a pedir bienes al que es el
mismo bien; te mostró la conveniencia de orar con intensidad y
frecuencia, no para que tú repitas sin cesar y mecánicamente
fórmulas de oración, sino para que adquieras el espíritu de orar
asiduamente. Porque, con frecuencia, las largas oraciones van
acompañadas de vanagloria, y la oración continuamente interrumpida
tiene como compañera la desidia.
Luego te amonesta también el Señor a que pongas el
máximo interés en perdonar a los demás cuando tú pides perdón de tus
propias culpas; con ello, tu oración se hace recomendable por tus
obras. El Apóstol afirma, además, que se ha de orar alejando primero
las controversias y la ira, para que así la oración se vea
acompañada de la paz del espíritu y no se entremezcle con
sentimientos ajenos a la plegaria. Además, también se nos enseña que
conviene orar en todas partes: así lo afirma el Salvador, cuando
dice, hablando de la oración: Entra en tu
aposento.
Pero, entiéndelo bien, no se trata de un aposento
rodeado de paredes, en el cual tu cuerpo se encuentra como
encerrado, sino más bien de aquella habitación que hay en tu mismo
interior, en la cual habitan tus pensamientos y moran tus deseos.
Este aposento para la oración va contigo a todas partes, y en todo
lugar donde te encuentres continúa siendo un lugar secreto, cuyo
solo y único árbitro es Dios.
Se te dice también que has de orar especialmente
por el pueblo de Dios, es decir, por todo el cuerpo, por todos los
miembros de tu madre, la Iglesia, que viene a ser como un sacramento
del amor mutuo. Si sólo ruegas por ti, también tú serás el único que
suplica por ti. Y, si todos ruegan solamente por sí mismos, la
gracia que obtendrá el pecador será, sin duda, menor que la que
obtendría del conjunto de los que interceden si éstos fueran muchos.
Pero, si todos ruegan por todos, habrá que decir también que todos
ruegan por cada uno.
Concluyamos, por tanto, diciendo que, si oras
solamente por ti, serás, como ya hemos dicho, el único intercesor en
favor tuyo. En cambio, si tú oras por todos, también la oración de
todos te aprovechará a ti, pues tú formas también parte del todo. De
esta manera, obtendrás una gran recompensa, pues la oración de cada
miembro del pueblo se enriquecerá con la oración de todos los demás
miembros. En lo cual no existe ninguna arrogancia, sino una mayor
humildad y un fruto más abundante.