Oficio de Lectura, XXII
Jueves del Tiempo Ordinario
Meteré mi ley en su
pecho
San León
Magno, Sermón sobre las
bienaventuranzas
Sermón 95,1-2
Amadísimos hermanos: Al predicar nuestro Señor
Jesucristo el Evangelio del reino, y al curar por toda Galilea
enfermedades de toda especie, la fama de sus milagros se había
extendido por toda Siria, y, de toda la Judea, inmensas multitudes
acudían al médico celestial. Como a la flaqueza humana le cuesta
creer lo que no ve y esperar lo que ignora, hacía falta que la
divina sabiduría les concediera gracias corporales y realizara
visibles milagros, para animarles y fortalecerles, a fin de que, al
palpar su poder bienhechor, pudieran reconocer que su doctrina era
salvadora.
Queriendo, pues, el Señor convertir las curaciones
externas en remedios internos y llegar, después de sanar los
cuerpos, a la curación de las almas, apartándose de las turbas que
lo rodeaban, y llevándose consigo a los apóstoles, buscó la soledad
de un monte próximo. Quería enseñarles lo más sublime de su
doctrina, y la mística cátedra y demás circunstancias que de
propósito escogió daban a entender que era el mismo que en otro
tiempo se dignó hablar a Moisés. Mostrando, entonces, más bien su
terrible justicia; ahora, en cambio, su bondadosa clemencia. Y así
se cumplía lo prometido, según las palabras de Jeremías:
Mirad que llegan días –oráculo del Señor– en que haré
con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. Después
de aquellos días –oráculo del Señor– meteré mi ley en su pecho, la
escribiré en sus corazones.
Así, pues, el mismo que habló a Moisés fue el que
habló a los apóstoles, y era también la ágil mano del Verbo la que
grababa en lo íntimo de los corazones de sus discípulos los decretos
del nuevo Testamento; sin que hubiera como en otro tiempo densos
nubarrones que lo ocultaran, ni terribles truenos y relámpagos que
aterrorizaran al pueblo, impidiéndole acercarse a la montaña, sino
una sencilla charla que llegaba tranquilamente a los oídos de los
circunstantes. Así era como el rigor de la ley se veía suplantado
por la dulzura de la gracia, y el espíritu de hijos adoptivos
sucedía al de esclavitud en el temor.
Las mismas divinas palabras de Cristo nos
atestiguan cómo es la doctrina de Cristo, de modo que los que
anhelan llegar a la bienaventuranza eterna puedan identificar los
peldaños de esa dichosa subida. Y así dice: Dichosos los pobres
en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Podría no entenderse de qué pobres hablaba la misma Verdad, si, al
decir: Dichosos los pobres, no hubiera añadido cómo había
de entenderse esa pobreza; porque podría parecer que para merecer el
reino de los cielos basta la simple miseria en que se ven tantos por
pura necesidad, que tan gravosa y molesta les resulta. Pero, al
decir dichosos los pobres en el espíritu, da a entender que
el reino de los cielos será de aquellos que han merecido más por la
humildad de sus almas que por la carencia de bienes.
-Continuación
Oficio de Lectura, XXII
Viernes del Tiempo Ordinario
Dichosos los pobres en
el espíritu
San León
Magno, Sermón sobre las
bienaventuranzas
Sermón 95, 2-3
No puede dudarse de que los pobres consiguen con
más facilidad que los ricos el don de la humildad, ya que los
pobres, en su indigencia, se familiarizan fácilmente con la
mansedumbre y, en cambio, los ricos se habitúan fácilmente a la
soberbia. Sin embargo, no faltan tampoco ricos adornados de esta
humildad y que de tal modo usan de sus riquezas que no se
ensoberbecen con ellas, sino que se sirven más bien de ellas para
obras de caridad, considerando que su mejor ganancia es emplear los
bienes que poseen en aliviar la miseria de sus prójimos.
El don de esta pobreza se da, pues, en toda clase
de hombres y en todas las condiciones en las que el hombre puede
vivir, pues pueden ser iguales por el deseo incluso aquellos que por
la fortuna son desiguales, y poco importan las diferencias en los
bienes terrenos si hay igualdad en las riquezas del espíritu.
Bienaventurada es, pues aquella pobreza que no se siente cautivada
por el amor de bienes terrenos ni pone su ambición en acrecentar la
riquezas de este mundo, sino que desea más bien los bienes del
cielo.
Después del Señor, los apóstoles fueron los
primeros que nos dieron ejemplo de esta magnánima pobreza, pues, al
oír la voz del divino Maestro, dejando absolutamente todas las
cosas, en un momento pasaron de pescadores de peces a pescadores de
hombres y lograron, además, que muchos otros, imitando su fe,
siguieran esta misma senda. En efecto, muchos de los primeros hijos
de la Iglesia, al convertirse a la fe, no teniendo más que un solo
corazón y una sola alma, dejaron sus bienes y posesiones y,
abrazando la pobreza, se enriquecieron con bienes eternos y
encontraban su alegría en seguir las enseñanzas de los apóstoles, no
poseyendo nada en este mundo y teniéndolo todo en Cristo.
Por eso, el bienaventurado apóstol Pedro, cuando,
al subir al templo, se encontró con aquel cojo que le pedía limosna,
le dijo: No tengo plata ni oro, te doy lo
que tengo: en nombre de Jesucristo, echa a andar.
¿Qué cosa más sublime podría encontrarse que esta
humildad? ¿Qué más rico que esta pobreza? No tiene la ayuda del
dinero, pero posee los dones de la naturaleza. Al que su madre dio a
luz deforme, la palabra de Pedro lo hace sano; y el que no pudo dar
la imagen del César grabada en una moneda a aquel hombre que le
pedía limosna, le dio, en cambio, la imagen de Cristo al devolverle
la salud.
Y este tesoro enriqueció no sólo al que recobró la
facultad de andar, sino también a aquellos cinco mil hombres que,
ante esta curación milagrosa, creyeron en la predicación de Pedro.
Así aquel pobre apóstol, que no tenía nada que dar al que le pedía
limosna, distribuyó tan abundantemente la gracia de Dios que dio no
sólo el vigor a las piernas del cojo, sino también la salud del alma
a aquella ingente multitud de creyentes, a los cuales había
encontrado sin fuerzas y que ahora podían ya andar ligeros siguiendo
a Cristo.