Oficio de lectura, Martes
I del tiempo Ordinario
Tenemos depositada en
nosotros una fuerza que nos capacita para amar
De la regla monástica mayor de
san Basilio Magno, obispo
Respuesta 2,1
El amor de Dios no es algo que pueda aprenderse
con unas normas y preceptos. Así como nadie nos ha enseñado a gozar
de la luz, a amar la vida, a querer a nuestros padres y educadores,
así también, y con mayor razón, el amor de Dios no es algo que pueda
enseñarse, sino que desde que empieza a existir este ser vivo que
llamamos hombre es depositada en él una fuerza espiritual, a manera
de semilla, que encierra en sí misma la facultad y la tendencia al
amor. Esta fuerza seminal es cultivada diligentemente y nutrida
sabiamente en la escuela de los divinos preceptos y así, con la
ayuda de Dios, llega a su perfección.
Por esto, nosotros, dándonos cuenta de vuestro
deseo por llegar a esta perfección, con la ayuda de Dios y de
vuestras oraciones, nos esforzaremos, en la medida en que nos lo
permita la luz del Espíritu Santo, por avivar la chispa del amor
divino escondida en vuestro interior.
Digamos, en primer lugar, que Dios nos ha dado
previamente la fuerza necesaria para cumplir todos los mandamientos
que él nos ha impuesto, de manera que no hemos de apenarnos como si
se nos exigiese algo extraordinario, ni hemos de enorgullecernos
como si devolviésemos a cambio más de lo que se nos ha dado. Si
usamos recta y adecuadamente de estas energías que se nos han
otorgado, entonces llevaremos con amor una vida llena de virtudes;
en cambio, si no las usamos debidamente, habremos viciado su
finalidad.
En esto consiste precisamente el pecado, en el uso
desviado y contrario a la voluntad de Dios de las facultades que él
nos ha dado para practicar el bien; por el contrario, la virtud, que
es lo que Dios pide de nosotros, consiste en usar de esas facultades
con recta conciencia, de acuerdo con los designios del Señor.
Siendo esto así, lo mismo podemos afirmar de la
caridad. Habiendo recibido el mandato de amar a Dios, tenemos
depositada en nosotros, desde nuestro origen, una fuerza que nos
capacita para amar; y ello no necesita demostrarse con argumentos
exteriores, ya que cada cual puede comprobarlo por sí mismo y en sí
mismo. En efecto, un impulso natural nos inclina a lo bueno y a lo
bello, aunque no todos coinciden siempre en lo que es bello y bueno;
y, aunque nadie nos lo ha enseñado, amamos a todos los que de algún
modo están vinculados muy de cerca a nosotros, y rodeamos de
benevolencia, por inclinación espontánea, a aquellos que nos
complacen y nos hacen el bien.
Y ahora yo pregunto, ¿qué hay más admirable que la
belleza de Dios? ¿Puede pensarse en algo más dulce y agradable que
la magnificencia divina? ¿Puede existir un deseo más fuerte e
impetuoso que el que Dios infunde en el alma limpia de todo pecado y
que dice con sincero afecto:
Desfallezco de amor?
El resplandor de la belleza divina es algo absolutamente
inefable e inenarrable.
Oración
Muéstrate propicio, Señor, a los deseos y
plegarias de tu pueblo, danos luz para conocer tu voluntad y la
fuerza necesaria para cumplirla. Por nuestro Señor Jesucristo.
Continuación
Oficio de lectura, Martes III del tiempo Ordinario
¿Cómo
pagaremos al Señor todo el bien que nos ha hecho?
De la Regla monástica mayor de
san Basilio Magno
Respuesta 2, 2-4
¿Qué lenguaje será capaz de explicar adecuadamente
los dones de Dios? Son tantos que no pueden contarse, y son tan
grandes y de tal calidad que uno solo de ellos merece toda nuestra
gratitud.
Pero hay uno al que por fuerza tenemos que
referirnos, pues nadie que esté en su sano juicio dejará de hablar
de él, aunque se trate en realidad del más inefable de los
beneficios divinos; es el siguiente: Dios creó al hombre a su imagen
y semejanza, lo honró con el conocimiento de sí mismo, lo dotó de
razón, por encima de los demás seres vivos, le otorgó poder gozar de
la increíble belleza del paraíso y lo constituyó, finalmente, rey de
toda la creación. Después, aunque el hombre cayó en el pecado,
engañado por la serpiente, y, por el pecado, en la muerte y en las
miserias que acompañan al pecado, a pesar de ello, Dios no lo
abandonó; al contrario, le dio primero la ley, para que le sirviese
de ayuda, lo puso bajo la custodia y vigilancia de los ángeles, le
envió a los profetas, para que le echasen en cara sus pecados y le
mostrasen el camino del bien, reprimió, mediante amenazas, sus
tendencias al mal y estimuló con promesas su esfuerzo hacia el bien,
manifestando en varias ocasiones por anticipado, con el ejemplo
concreto de diversas personas, cual sea el término reservado al bien
y al mal. Y, aunque nosotros, después de todo esto, perseveramos en
nuestra contumacia, no por ello se apartó de nosotros.
La bondad del Señor no nos dejó abandonados y,
aunque nuestra insensatez nos llevó a despreciar sus honores, no se
extinguió su amor por nosotros, a pesar de habernos mostrado
rebeldes para con nuestro bienhechor; por el contrario, fuimos
rescatados de la muerte y restituidos a la vida por el mismo nuestro
Señor Jesucristo; y la manera como lo hizo es lo que más excita
nuestra admiración. En efecto,
a pesar
de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios al
contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo.
Más aún,
soportó nuestros
sufrimientos y aguantó nuestros dolores, fue traspasado por nuestras
rebeliones, sus cicatrices nos curaron; además,
nos rescató de la
maldición, haciéndose por nosotros un maldito, y sufrió
la muerte más ignominiosa para llevarnos a una vida gloriosa. Y no
se contentó con volver a dar vida a los que estaban muertos, sino
que los hizo también partícipes de su divinidad y les preparó un
descanso eterno y una felicidad que supera toda imaginación humana.
¿Cómo pagaremos, pues, al Señor
todo el bien que nos ha
hecho? Es tan bueno que la única paga que exige es que
lo amemos por todo lo que nos ha dado. Y, cuando pienso en todo esto
–voy a deciros lo que siento–, me horrorizo de pensar en el peligro
de que alguna vez, por falta de consideración o por estar absorto en
cosas vanas, me olvide del amor de Dios y sea para Cristo causa de
vergüenza y oprobio.
Oración
Dios todopoderoso y eterno, ayúdanos a llevar una
vida según tu voluntad, para que podamos dar en abundancia frutos de
buenas obras en nombre de tu Hijo predilecto. Que vive y reina
contigo.