Oficio de lectura,
XVIII Sábado del tiempo ordinario
Quiero misericordia y no
sacrificios
Tratado de
San Ireneo, obispo, contra las
herejías
Libro. 4,17, 4-6
Dios quería de los israelitas, por su propio
bien, no sacrificios y holocaustos, sino fe, obediencia y
justicia. Y así, por boca del profeta Oseas, les manifestaba su
voluntad, diciendo: Quiero misericordia y no sacrificios;
conocimiento de Dios, más que holocaustos. Y el mismo Señor
en persona les advertía: Si comprendierais lo que significa:
«Quiero misericordia y no sacrificios», no condenaríais a los
que no tienen culpa, con lo cual daba testimonio a favor de
los profetas, de que predicaban la verdad, y a ellos les echaba
en cara su culpable ignorancia.
Y, al enseñar a sus discípulos a ofrecer a
Dios las primicias de su creación, no porque él lo necesite,
sino para el propio provecho de ellos, y para que se mostrasen
agradecidos, tomó pan, que es un elemento de la creación,
pronunció la acción de gracias, y dijo: Esto es mi cuerpo.
Del mismo modo, afirmó que el cáliz, que es también parte
de esta naturaleza creada a la que pertenecemos, es su propia
sangre, con lo cual nos enseñó cuál es la oblación del nuevo
Testamento; y la Iglesia, habiendo recibido de los apóstoles
esta oblación, ofrece en todo el mundo a Dios, que nos da el
alimento, las primicias de sus dones en el nuevo Testamento,
acerca de lo cual Malaquías, uno de los doce profetas menores,
anunció por adelantado: Vosotros no me agradáis –dice el
Señor de los ejércitos–, no me complazco en la ofrenda de
vuestras manos. Del Oriente al Poniente es grande entre las
naciones mi nombre; en todo lugar ofrecerán incienso y
sacrificio a mi nombre, una ofrenda pura, porque es grande mi
nombre entre las naciones –dice el Señor de los ejércitos–,
con las cuales palabras manifiesta con toda claridad que cesará
los sacrificios del pueblo antiguo y que en todo lugar se I
ofrecerá un sacrificio, y éste ciertamente puro, y que su nombre
será glorificado entre las naciones.
Este nombre que ha de ser glorificado entre
las naciones no es otro que el de nuestro Señor, por el cual es
glorificado el Padre, y también el hombre. Y, si el Padre se
refiere a su nombre, es porque en realidad es el mismo nombre de
su propio Hijo, y porque el hombre ha sido hecho por él. Del
mismo modo que un rey, si pinta una imagen de su hijo, con toda
propiedad podrá llamar suya aquella imagen, por la doble razón
de que es la imagen de su hijo y de que es él quien la ha
pintado, así también el Padre afirma que el nombre de
Jesucristo, que es glorificado por todo el mundo en la Iglesia,
es suyo porque es el de su Hijo y porque él mismo, que escribe
estas cosas, lo ha entregado por la salvación de los hombres.
Por lo tanto, puesto que el nombre del Hijo es
propio del Padre, y la Iglesia ofrece al Dios todopoderoso por
Jesucristo, con razón dice, por este doble motivo: En todo
lugar ofrecerán incienso y sacrificio a mi nombre, una ofrenda
pura. Y Juan, en el Apocalipsis, nos enseña que el incienso
es las oraciones de los santos.