Oficio de lectura, XVI
viernes del tiempo ordinario
Cristo murió por todos
San Agustín, obispo,
Confesiones, Libro
10,43,68-70
Señor, el verdadero mediador que por tu
secreta misericordia revelaste a los humildes, y lo enviaste
para que con su ejemplo aprendiesen la misma humildad, ese
mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús,
apareció en una condición que lo situaba entre los pecadores
mortales y el Justo inmortal: pues era mortal en cuanto hombre,
y era justo en cuanto Dios. Y así, puesto que la justicia
origina la vida y la paz, por medio de esa justicia que le es
propia en cuanto que es Dios destruyó la muerte de los impíos al
justificarlos, esa muerte que se dignó tener en común con ellos.
¡Oh, cómo nos amaste, Padre bueno, que no
perdonaste a tu Hija único, sino que lo entregaste por nosotros,
que éramos impíos! ¡Cómo nos amaste a nosotros, por quienes
tu Hijo no hizo alarde de ser igual a ti, al contrario, se
rebajó hasta someterse a una muerte de cruz! Siendo como
era el único libre entre los muertos, tuvo poder para
entregar su vida y tuvo poder para recuperarla. Por
nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima: vencedor,
precisamente por ser víctima; por nosotros se hizo ante ti
sacerdote y sacrificio: sacerdote, precisamente del sacrificio
que fue él mismo. Siendo tu Hijo, se hizo nuestro servidor, y
nos transformó, para ti, de esclavos en hijos.
Con razón tengo puesta en él la firme
esperanza de que sanarás todas mis dolencias por medio de él,
que está sentado a tu diestra y que intercede por nosotros;
de otro modo desesperaría. Porque muchas y grandes son mis
dolencias; sí, son muchas y grandes, aunque más grande es tu
medicina. De no haberse tu Verbo hecho carne y habitado entre
nosotros, hubiéramos podido juzgarlo apartado de la naturaleza
humana y desesperar de nosotros.
Aterrado por mis pecados y por el peso enorme
de mis miserias, había meditado en mi corazón y decidido huir a
la soledad; mas tú me lo prohibiste y me tranquilizaste,
diciendo: Cristo murió por todos, para
que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió
por ellos.
He aquí, Señor, que ya arrojo en ti mi
cuidado, a fin de que viva y pueda contemplar las maravillas
de tu voluntad. Tú conoces mi ignorancia y mi flaqueza:
enséñame y sáname. Tu Hijo único, en quien están encerrados
todos los tesoros del saber y del conocer, me redimió con
su sangre. No me opriman los insolentes; que yo tengo
en cuenta mi rescate, y lo como y lo bebo y lo distribuyo y,
aunque pobre, deseo saciarme de él en compañía de aquellos que
comen de él y son saciados por él. Y alabarán al Señor los
que le buscan.