Oficio de lectura,
viernes XV del tiempo ordinario
Instrucción a los recién bautizados sobre la
eucaristía
San Ambrosio, Tratado
sobre los misterios 43.47-49
Los recién bautizados, enriquecidos con tales distintivos, se
dirigen al altar de Cristo, diciendo: Me acercare al altar de
Dios, al Dios que alegra mi juventud. En efecto, despojados ya
de todo resto de sus antiguos errores, renovada su juventud como
un águila, se apresuran a participar del convite celestial.
Llegan, pues, y, al ver preparado el sagrado altar, exclaman:
Preparas una mesa ante mi. A ellos se aplican aquellas palabras
del salmista: El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes
praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y
repara mis fuerzas. Y más adelante: Aunque camine por cañadas
oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado
me sosiegan. Preparas una mesa ante mi, enfrente de mis
enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.
Es, ciertamente, admirable el hecho de que Dios hiciera llover
el maná para los padres y los alimentase cada día con aquel
manjar celestial, del que dice el salmo: El hombre comió pan de
ángeles. Pero los que comieron aquel pan murieron todos en el
desierto; en cambio, el alimento que tú recibes, este pan vivo
que ha bajado del cielo, comunica el sostén de la vida eterna, y
todo el que come de él no morirá para siempre, porque es el
cuerpo de Cristo.
Considera, pues, ahora qué es más excelente, si aquel pan de
ángeles o la carne de Cristo, que es el cuerpo de vida. Aquel
maná caía del cielo, éste está por encima del cielo; aquél era
del cielo, éste del Señor de los cielos; aquél se corrompía si
se guardaba para el día siguiente, éste no sólo es ajeno a toda
corrupción, sino que comunica la incorrupción a todos los que lo
comen con reverencia. A ellos les manó agua de la roca, a ti
sangre del mismo Cristo; a ellos el agua los sació
momentáneamente, a ti la sangre que mana de Cristo te lava para
siempre. Los judíos bebieron y volvieron a tener sed, pero tú,
si bebes, ya no puedes volver a sentir sed, porque aquello era
la sombra, esto la realidad.
Si te admira aquello que no era más que una sombra, mucho más
debe admirarte la realidad. Escucha cómo no era más que una
sombra lo que acontecía con los padres: Bebían –dice el Apóstol–
de la roca que los seguía, y la roca era Cristo; pero la mayoría
de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos
en el desierto. Estas cosas sucedieron en figura para nosotros.
Los dones que tú posees son mucho más excelentes, porque la luz
es más que la sombra, la realidad más que la figura, el cuerpo
del Creador más que el maná del cielo.