Oficio de lectura,
XV miércoles del tiempo ordinario
El agua no purifica sin la acción del Espíritu Santo
Del tratado de
San Ambrosio,
obispo, sobre los misterios
Nums. 19-21.24.26-38
Antes se te ha advertido que no te limites a creer
lo que para que no seas tú también de éstos que dicen: «¿Éste es
aquel gran misterio que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el
hombre puede pensar? Veo la misma agua de siempre, ¿ésta es la
que me ha de purificar, si es la misma en la que tantas veces me he
sumergido sin haber quedado puro?». De ahí has de deducir que el
agua no purifica sin la acción del Espíritu.
Por esto, has leído que en el bautismo los
tres testigos reducen a uno solo: el agua, la sangre y
el Espíritu, porque, si prescindes de uno de ellos, ya no hay
sacramento del bautismo. ¿Qué es, en efecto, el agua sin la cruz de
Cristo, sino un elemento común, sin ninguna eficacia sacramental?
Pero tampoco hay misterio de regeneración sin el agua, porque el
que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de
Dios. También el catecúmeno cree en la cruz del Señor Jesús,
con la que ha sido marcado, pero si no fuere bautizado en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, no puede recibir el
perdón de los pecados ni el don de la gracia espiritual.
Por eso, el sirio Naamán, en la ley antigua, se
bañó siete veces, pero tú has sido bautizado en el nombre de la
Trinidad. Has profesado –no lo olvides– tu fe en el Padre, en el
Hijo, en el Espíritu Santo. Vive conforme a lo que has hecho. Por
esta fe has muerto para el mundo y has resucitado para Dios y, al
ser como sepultado en aquel elemento del mundo, has muerto al pecado
y has sido resucitado a la vida eterna. Cree, por tanto, en la
eficacia de estas aguas.
Finalmente, aquel paralítico (el de la piscina
Probática) esperaba un hombre que lo ayudase. ¿A qué hombre, sino al
Señor Jesús nacido de una virgen, a cuya venida ya no era la sombra
la que había de salvar a uno por uno, sino la realidad la que había
de salvar a todos? Él era, pues, al que esperaban que bajase, acerca
del cual dijo el Padre a Juan Bautista: Aquel sobre quien veas
bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar
con Espíritu Santo. Y Juan dio testimonio de él, diciendo:
He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y
se posó sobre él. Y, si el Espíritu descendió como paloma, fue
para que tú vieses y entendieses en aquella paloma que el justo Noé
soltó desde el arca una imagen de esta paloma y reconocieses en ello
una figura del sacramento.
¿Te queda aún lugar a duda? Recuerda cómo en el
Evangelio el Padre te proclama con toda claridad: Éste es mi
Hijo, mi predilecto, cómo proclama lo mismo el Hijo, sobre el
cual se mostró el Espíritu Santo como una paloma, cómo lo proclama
el Espíritu Santo, que descendió como una paloma, cómo lo proclama
el salmista: La voz del Señor sobre las aguas, el Dios de la
gloria ha tronado, el Señor sobre las aguas torrenciales, cómo
la Escritura te atestigua que, a ruegos de Yerubaal, bajó fuego del
cielo, y cómo también, por la oración de Elías, fue enviado un fuego
que consagró el sacrificio.
En los sacerdotes, no consideres sus méritos
personales, sino su ministerio. Y, si quieres atender a los méritos,
considéralos como a Elías, considera también en ellos los méritos de
Pedro y Pablo, que nos han confiado este misterio que ellos
recibieron del Señor Jesús. Aquel fuego visible era enviado para que
creyesen; en nosotros, que ya creemos, actúa un fuego invisible;
para ellos, era una figura, para nosotros, una advertencia. Cree,
pues, que está presente el Señor Jesús, cuando es invocado por la
plegaria del sacerdote, ya que dijo: Donde dos o tres están
reunidos, allí estoy yo también. Cuánto más se dignará estar
presente donde está la Iglesia, donde se realizan los sagrados
misterios.
Descendiste, pues, a la piscina bautismal.
Recuerda tu profesión de fe en el Padre, en el Hijo, en el Espíritu
Santo. No significa esto que creas en uno que es el más grande, en
otro que es menor, en otro que es el último, sino que el mismo tenor
de tu profesión de fe te induce a que creas en el Hijo igual que en
el Padre, en el Espíritu igual en el Hijo, con la sola excepción de
que profesas que tu fe en la cruz se refiere únicamente a la persona
del Señor Jesús.