Oficio de
lectura, XIV Jueves del tiempo ordinario
El templo de
Dios es santo: y ese templo sois vosotros
San
Ambrosio, Comentario sobre el salmo 118, 12.13-14
Yo y el Padre vendremos y haremos morada en él. Que cuando venga
encuentre, pues, tu puerta abierta, ábrele tu alma, extiende el
interior de tu mente para que pueda contemplar en ella riquezas
de rectitud, tesoros de paz, suavidad de gracia. Dilata tu
corazón, sal al encuentro del sol de la luz eterna que alumbra a
todo hombre. Esta luz verdadera brilla para todos, pero el que
cierra sus ventanas se priva a sí mismo de la luz eterna.
También tú, si cierras la puerta de tu alma, dejas afuera a
Cristo. Aunque tiene poder para entrar, no quiere, sin embargo,
ser inoportuno, no quiere obligar a la fuerza.
Él salió del seno de la Virgen como el sol naciente, para
iluminar con su luz todo el orbe de la tierra. Reciben esta luz
los que desean la claridad del resplandor sin fin, aquella
claridad que no interrumpe noche alguna. En efecto, a este sol
que vemos cada día suceden las tinieblas de la noche; en cambio,
el Sol de justicia nunca se pone, porque a la sabiduría no
sucede la malicia.
Dichoso, pues, aquel a cuya puerta llama Cristo. Nuestra puerta
es la fe, la cual, si es resistente, defiende toda la casa. Por
esta puerta entra Cristo. Por esto, dice la Iglesia en el Cantar
de los cantares: Oigo a mi amado que llama a la puerta.
Escúchalo cómo llama, cómo desea entrar: ¡Ábreme, mi paloma sin
mancha, que tengo la cabeza cuajada de rocío, mis rizos, del
relente de la noche!
Considera cuándo es principalmente que llama a tu puerta el
Verbo de Dios, siendo así que su cabeza está cuajada del rocío
de la noche. Él se digna visitar a los que están tentados o
atribulados, para que nadie sucumba bajo el peso de la
tribulación. Su cabeza, por tanto, se cubre de rocío o de
relente cuando su cuerpo está en dificultades. Entonces, pues,
es cuando hay que estar en vela, no sea que cuando venga el
Esposo se vea obligado a retirarse. Porque, si estás dormido y
tu corazón no está en vela, se marcha sin haber llamado; pero,
si tu corazón está en vela, llama y pide que se le abra la
puerta.
Hay, pues, una puerta en nuestra alma, hay en nosotros aquellas
puertas de las que dice el salmo: ¡Portones! alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la
gloria. Si quieres alzar los dinteles de tu fe, entrará a ti el
Rey de la gloria, llevando consigo el triunfo de su pasión.
También el triunfo tiene sus puertas, pues leemos en el salmo lo
que dice el Señor Jesús por boca del salmista: Abridme las
puertas del triunfo.
Vemos, por tanto, que el alma tiene su puerta, a la que viene
Cristo y llama. Ábrele, pues; quiere entrar, quiere hallar en
vela a su Esposa.