Oficio de
lectura, X Sábado del tiempo ordinario
Cantar salmos con el
espíritu, pero cantarlos también con la mente
De los Comentarios de
San Ambrosio sobre
los salmos 1,9-12
¿Qué cosa hay más agradable que los
salmos? Como dice bellamente el mismo salmista: Alabad al Señor,
que los salmos son buenos; nuestro Dios merece una alabanza
armoniosa. Y con razón: los salmos, en efecto, son la bendición
del pueblo, la alabanza de Dios, el elogio de los fieles, el
aplauso de todos, el lenguaje universal, la voz de la Iglesia,
la profesión armoniosa de nuestra fe, la expresión de nuestra
entrega total, el gozo de nuestra libertad, el clamor de nuestra
alegría desbordante. Ellos calman nuestra ira, rechazan nuestras
preocupaciones, nos consuelan en nuestras tristezas. De noche
son un arma, de día una enseñanza; en el peligro son nuestra
defensa, en las festividades nuestra alegría; ellos expresan la
tranquilidad de nuestro espíritu, son prenda de paz y de
concordia, son como la cítara que aúna en un solo canto las
voces más diversas y dispares. Con los salmos celebramos el
nacimiento del día, y con los salmos cantamos a su ocaso.
En los salmos rivalizan la belleza y la doctrina; son a la vez
un canto que deleita y un texto que instruye. Cualquier
sentimiento encuentra su eco en el libro de los salmos. Leo en
ellos: Cántico para el amado, y me inflamo en santos deseos de
amor; en ellos voy meditando el don de la revelación, el anuncio
profético de la resurrección, los bienes prometidos; en ellos
aprendo a evitar el pecado y a sentir arrepentimiento y
vergüenza de los delitos cometidos.
¿Qué otra cosa es el Salterio sino el instrumento espiritual con
que el hombre inspirado hace resonar en la tierra la dulzura de
las melodías celestiales, como quien pulsa la lira del Espíritu
Santo? Unido a este Espíritu, el salmista hace subir a lo alto,
de diversas maneras, el canto de la alabanza divina, con liras e
instrumentos de cuerda, esto es, con los despojos muertos de
otras diversas voces; porque nos enseña que primero debemos
morir al pecado y luego, no antes, poner de manifiesto en este
cuerpo las obras de las diversas virtudes, con las cuales pueda
llegar hasta el Señor el obsequio de nuestra devoción.
Nos enseña, pues, el salmista que nuestro canto, nuestra
salmodia, debe ser interior, como lo hacía Pablo, que dice:
Quiero rezar llevado del Espíritu, pero rezar también con la
inteligencia; quiero cantar llevado del Espíritu, pero cantar
también con la inteligencia; con estas palabras nos advierte que
debemos orientar nuestra vida y nuestros actos a las cosas de
arriba, para que así el deleite de lo agradable no excite las
pasiones corporales, las cuales no liberan nuestra alma, sino
que la aprisionan más aún; el salmista nos recuerda que en la
salmodia encuentra el alma su redención: Tocaré para ti la
citara, Santo de Israel; te aclamarán mis labios, Señor, mi
alma, que tú redimiste.