Oficio de lectura, viernes III
semana
de pascua
La cruz de Cristo, salvación del
género humano
San Efrén, diácono
De sus sermones
sobre nuestro Señor, 3-4.9
Nuestro Señor fue conculcado por la muerte, pero
él, a su vez, conculcó la muerte, pasando por ella como si fuera un
camino. Se sometió a la muerte y la soportó deliberadamente para
acabar con la obstinada muerte. En efecto, nuestro Señor salió
cargado con su cruz, como deseaba la muerte; pero desde la cruz
gritó, llamando a los muertos a la resurrección, en contra de lo que
la muerte deseaba.
La muerte le mató gracias al cuerpo que tenía;
pero él, con las mismas armas, triunfó sobre la muerte. La divinidad
se ocultó bajo los velos de la humanidad; sólo así pudo acercarse a
la muerte, y la muerte le mató, pero él, a su vez, acabó con la
muerte. La muerte, en efecto, destruyó la vida natural, pero luego
fue destruida, a su vez, por la vida sobrenatural.
La muerte, en efecto, no hubiera podido devorarle
si él no hubiera tenido un cuerpo, ni el infierno hubiera podido
tragarle si él no hubiera estado revestido de carne; por ello quiso
el Señor descender al seno de una virgen para poder ser arrebatado
en su ser carnal hasta el reino de la muerte. Así, una vez que hubo
asumido el cuerpo, penetró en el reino de la muerte, destruyó sus
riquezas y desbarató sus tesoros.
Porque la muerte llegó hasta Eva, la madre de
todos los vivientes. Eva era la viña, pero la muerte abrió una
brecha en su cerco, valiéndose de las mismas manos de Eva; y Eva
gustó el fruto de la muerte, por lo cual la que era madre de todos
los vivientes se convirtió en fuente de muerte para todos ellos.
Pero luego apareció María, la nueva vid que
reemplaza a la antigua; en ella habitó Cristo, la nueva Vida. La
muerte, según su costumbre, fue en busca de su alimento y no
advirtió que, en el fruto mortal, estaba escondida la Vida,
destructora de la muerte; por ello mordió sin temor el fruto, pero
entonces liberó a la vida, y a muchos juntamente con ella.
El admirable hijo del carpintero llevó su cruz a
las moradas de la muerte, que todo lo devoraban, y condujo así a
todo el género humano a la mansión de la vida. Y la humanidad
entera, que a causa de un árbol había sido precipitada en el abismo
inferior, por otro árbol, el de la cruz, alcanzó la mansión de la
vida. En el árbol, pues, en que había sido injertado un esqueje de
muerte amarga, se injertó luego otro de vida feliz, para que
confesemos que Cristo es Señor de toda la creación.
¡A ti la gloria, a ti que con tu cruz elevaste
como un puente sobre la misma muerte, para que las almas pudieran
pasar por él desde la región de la muerte a la región de la vida!
¡A ti la gloria, a ti que asumiste un cuerpo
mortal e hiciste de él fuente de vida para todos los mortales!
Tú vives para siempre; los que te dieron muerte se
comportaron como los agricultores: enterraron la vida en el
sepulcro, como el grano de trigo se entierra en el surco, para que
luego brotara y resucitara llevando consigo a otros muchos.
Venid, hagamos de nuestro amor una ofrenda grande
y universal; elevemos cánticos y oraciones en honor de aquel que, en
la cruz, se ofreció a Dios como holocausto para enriquecernos a
todos.