Oficio de Lectura,
15 de Septiembre,
Nuestra Señora,
la Virgen de los Dolores
La Madre
estaba junto a la cruz
De los
sermones de
san Bernardo, abad
Sermón, domingo infraoctava
de la Asunción
El martirio de la Virgen queda atestiguado
por la profecía de Simeón y por la misma historia de la
pasión del Señor. Éste –dice el santo anciano,
refiriéndose al niño Jesús– está puesto como una bandera
discutida; y a ti –añade, dirigiéndose a María–
una espada te traspasará el alma.
En verdad, Madre santa, una espada
traspasó tu alma. Por lo demás, esta espada no hubiera
penetrado en la carne de tu Hijo sin atravesar tu alma. En
efecto, después que aquel Jesús –que es de todos, pero que
es tuyo de un modo especialísimo– hubo expirado, la cruel
espada que abrió su costado, sin perdonarlo aun después de
muerto, cuando ya no podía hacerle mal alguno, no llegó a
tocar su alma, pero sí atravesó la tuya. Porque el alma de
Jesús ya no estaba allí, en cambio la tuya no podía ser
arrancada de aquel lugar. Por tanto, la punzada del dolor
atravesó tu alma, y, por esto, con toda razón, te llamamos
más que mártir, ya que tus sentimientos de compasión
superaron las sensaciones del dolor corporal.
¿Por ventura no fueron peores que una
espada aquellas palabras que atravesaron verdaderamente tu
alma y penetraron hasta la separación del alma y del
espíritu: Mujer, ahí tienes a tu hijo? ¡Vaya cambio! Se te
entrega a Juan en sustitución de Jesús, al siervo en
sustitución del Señor, al discípulo en lugar del Maestro, al
hijo de Zebedeo en lugar del Hijo de Dios, a un simple
hombre en sustitución del Dios verdadero. ¿Cómo no habían de
atravesar tu alma, tan sensible, estas palabras, cuando aun
nuestro pecho, duro como la piedra o el hierro, se parte con
sólo recordarlas?
No os admiréis, hermanos, de que María sea
llamada mártir en el alma. Que se admire el que no recuerde
haber oído cómo Pablo pone entre las peores culpas de los
gentiles el carecer de piedad. Nada más lejos de las
entrañas de María, y nada más lejos debe estar de sus
humildes servidores.
Pero quizá alguien dirá: «¿Es que María no
sabía que su Hijo había de morir?» Sí, y con toda certeza.
«¿Es que no sabía que había de resucitar al cabo de muy poco
tiempo?» Sí, y con toda seguridad. «¿Y, a pesar de ello,
sufría por el Crucificado?» Sí, y con toda vehemencia. Y si
no, ¿qué clase de hombre eres tú, hermano, o de dónde te
viene esta sabiduría, que te extrañas más de la compasión de
María que de la pasión del Hijo de María? Este murió en su
cuerpo, ¿y ella no pudo morir en su corazón? Aquélla fue una
muerte motivada por un amor superior al que pueda tener
cualquier otro hombre; esta otra tuvo por motivo un amor
que, después de aquél, no tiene semejante.
Oración
Señor, tú has querido que la Madre
compartiera los dolores de tu Hijo al pie de la cruz; haz
que la Iglesia, asociándose con María a la pasión de Cristo,
merezca participar de su resurrección. Por nuestro Señor
Jesucristo.