Muramos con Cristo, y
viviremos con él
Del libro de
san Ambrosio, obispo,
sobre la muerte de su hermano Sátiro
Libro 2,40. 41. 132. 133
Vemos que la muerte es una ganancia, y la vida un
sufrimiento. Por esto, dice san Pablo: Para mí la vida es
Cristo, y una ganancia el morir. Cristo, a través de la muerte
corporal, se nos convierte en espíritu de vida. Por tanto, muramos
con él, y viviremos con él.
En cierto modo, debemos irnos acostumbrando y
disponiendo a morir, por este esfuerzo cotidiano, que consiste en ir
separando el alma de las concupiscencias del cuerpo, que es como
irla sacando fuera del mismo para colocarla en un lugar elevado,
donde no puedan alcanzarla ni pegarse a ella los deseos terrenales,
lo cual viene a ser como una imagen de la muerte, que nos evitará el
castigo de la muerte. Porque la ley de la carne está en oposición a
la ley del espíritu e induce a ésta a la ley del error. ¿Qué remedio
hay para esto? ¿Quién me librará de este
cuerpo presa de la muerte? Dios, por medio de nuestro Señor
Jesucristo, y le doy gracias.
Tenemos un médico, sigamos sus remedios. Nuestro
remedio es la gracia de Cristo, y el cuerpo presa de la muerte es
nuestro propio cuerpo. Por lo tanto, emigremos del cuerpo, para no
vivir lejos del Señor; aunque vivimos en el cuerpo, no sigamos las
tendencias del cuerpo ni obremos en contra del orden natural, antes
busquemos con preferencia los dones de la gracia.
¿Qué más diremos? Con la muerte de uno solo fue
redimido el mundo. Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo
hubiese querido; mas no la rehuyó como algo inútil, sino que la
consideró como el mejor modo de salvarnos. Y, así, su muerte es la
vida de todos.
Hemos recibido el signo sacramental de su muerte,
anunciamos y proclamamos su muerte siempre que nos reunimos para
ofrecer la eucaristía; su muerte es una victoria, su muerte es
sacramento, su muerte es la máxima solemnidad anual que celebra el
mundo.
¿Qué más podremos decir de su muerte, si el
ejemplo de Cristo nos demuestra que ella sola consiguió la
inmortalidad y se redimió a sí misma? Por esto, no debemos deplorar
la muerte, ya que es causa de salvación para todos; no debemos
rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó ni tuvo en menos
el sufrirla.
Además, la muerte no formaba parte de nuestra
naturaleza, sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la
muerte desde el principio, sino que nos la dio como remedio. En
efecto, la vida del hombre, condenada, por culpa del pecado, a un
duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de
lástima: era necesario dar fin a estos males, de modo que la muerte
resituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto,
es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia.
Nuestro espíritu aspira a abandonar las
sinuosidades de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar
a aquella asamblea celestial, a la que sólo llegan los santos, para
cantar a Dios aquella alabanza que, como nos dice la Escritura, le
cantan al son de la cítara: Grandes y maravillosas son tus
obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, ¡oh
Rey de los siglos! ¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre?
Porque tú solo eres santo, porque vendrán todas las naciones y se
postrarán en tu acatamiento; y también para contemplar, Jesús,
tu boda mística, cuando la esposa en medio de la aclamación de
todos, será transportada de la tierra al cielo –a ti acude todo
mortal–, libre ya de las ataduras de este mundo y unida al
espíritu.
Este deseo expresaba, con especial vehemencia, el
salmista, cuando decía: Una cosa pido al
Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi
vida y gozar de la dulzura del Señor.
Oración
Escucha, Señor, nuestras súplicas, para que, al
confesar la resurrección de Jesucristo, tu Hijo, se afiance también
nuestra esperanza de que todos tus hijos resucitarán. Por nuestro
Señor Jesucristo.