Oficio de lectura, 2 de
Mayo, San Atanasio
De la encarnación del Verbo
De los
sermones de san Atanasio, obispo
Sermón sobre la
encarnación del Verbo, 8-9
El Verbo de Dios, incorpóreo, incorruptible e
inmaterial, vino a nuestro mundo, aunque tampoco antes se hallaba
lejos, pues nunca parte alguna del universo se hallaba vacía de él,
sino que lo llenaba todo en todas partes, ya que está junto a su
Padre.
Pero él vino por su benignidad hacia nosotros, y
en cuanto se nos hizo visible. Tuvo piedad de nuestra raza y de
nuestra debilidad y, compadecido de nuestra corrupción, no soportó
que la muerte nos dominase, para que no pereciese lo que había sido
creado, con lo que hubiera resultado inútil la obra de su Padre al
crear al hombre, y por esto tomó para si un cuerpo como el nuestro,
ya que no se contentó con habitar en un cuerpo ni tampoco en hacerse
simplemente visible. En efecto, si tan sólo hubiese pretendido
hacerse visible, hubiera podido ciertamente asumir un cuerpo más
excelente; pero él tomó nuestro mismo cuerpo.
En el seno de la Virgen, se construyó un templo,
es decir, su cuerpo, y lo hizo su propio instrumento, en el que
había de darse a conocer y habitar; de este modo habiendo tomado un
cuerpo semejante al de cualquiera de nosotros, ya que todos estaban
sujetos a la corrupción de la muerte, lo entregó a la muerte por
todos, ofreciéndolo al Padre con un amor sin límites; con ello, al
morir en su persona todos los hombres, quedó sin vigor la ley de la
corrupción que afectaba a todos, ya que agotó toda la eficacia de la
muerte en el cuerpo del Señor, y así ya no le quedó fuerza alguna
para ensañarse con los demás hombres, semejantes a él; con ello,
también hizo de nuevo incorruptibles a los hombres, que habían caído
en la corrupción, y los llamó de muerte a vida, consumiendo
totalmente en ellos la muerte, con el cuerpo que había asumido y con
el poder de su resurrección, del mismo modo que la paja es consumida
por el fuego.
Por esta razón, asumió un cuerpo mortal: para que
este cuerpo, unido al Verbo que está por encima de todo,
satisficiera por todos la deuda contraída con la muerte; para que,
por el hecho de habitar el Verbo en él, no sucumbiera a la
corrupción; y, finalmente, para que, en adelante, por el poder de la
resurrección, se vieran ya todos libres de la corrupción.
De ahí que el cuerpo que él había tomado, al
entregarlo a la muerte como una hostia y víctima limpia de toda
mancha, alejó al momento la muerte de todos los hombres, a los que
él se había asemejado, ya que se ofreció en lugar de ellos.
De este modo, el Verbo de Dios, superior a todo lo
que existe, ofreciendo en sacrificio su cuerpo, templo e instrumento
de su divinidad, pagó con su muerte la deuda que habíamos contraído,
y, así, el Hijo de Dios, inmune a la corrupción, por la promesa de
la resurrección, hizo partícipes de esta misma inmunidad a todos los
hombres, con los que se había hecho una misma cosa por su cuerpo
semejante al de ellos.
Es verdad, pues, que la corrupción de la muerte no
tiene ya poder alguno sobre los hombres, gracias al Verbo, que
habita entre ellos por su encarnación.
Oración
Dios todopoderoso y eterno, que hiciste de tu
obispo san Atanasio un preclaro defensor de la divinidad de tu Hijo,
concédenos, en tu bondad, que, fortalecidos con su doctrina y
protección, te conozcamos y te amemos cada vez más plenamente. Por
nuestro Señor Jesucristo.