Oficio de lectura, 19 de Junio
San Romualdo, Abad
Se negó a sí mismo
para seguir a Cristo
De la vida de san Romualdo, escrita por san
Pedro Damiani, obispo
Romualdo vivió tres años en la ciudad de Parenzo; durante el
primero, construyó un monasterio y puso en él una comunidad con
su abad; los otros dos, vivió recluido en él. Allí la bondad
divina lo elevó a tan alto grado de perfección que, inspirado
por el Espíritu Santo, predijo algunos sucesos futuros y llegó a
la penetración de muchos misterios ocultos del antiguo y del
nuevo Testamento.
Con frecuencia, era arrebatado a un grado tan elevado de
contemplación que, deshecho todo él en lágrimas, abrasado por el
ardor inefable del amor divino, exclamaba:
«Amado Jesús, mi dulce miel, deseo inefable, dulzura de los
santos, encanto de los ángeles».
Y, otras cosas semejantes. Nosotros somos incapaces de expresar
con palabras humanas todo lo que él profería, movido por el gozo
del Espíritu Santo.
Dondequiera que aquel santo varón se decidía a habitar, ante
todo hacía en su celda un oratorio con su altar, y luego se
encerraba allí, impidiendo toda entrada.
Después de haber vivido así en varios lugares, dándose cuenta de
que ya se acercaba su fin, volvió definitivamente al monasterio
que había construido en Val de Castro y allí, en espera cierta
de su muerte cercana, se hizo edificar una celda con su
oratorio, con el fin de recluirse en ella y guardar silencio
hasta la muerte.
Una vez construido este lugar de receso, en el cual quiso él
recluirse inmediatamente, su cuerpo empezó a experimentar unas
molestias progresivas y una creciente debilidad, producida más
por la decrepitud de sus muchos años que por enfermedad alguna.
Un día, esta debilidad comenzó a hacerse sentir con más fuerza y
sus molestias alcanzaron un grado alarmante. Cuando el sol ya se
ponía, mandó a los dos hermanos que estaban junto a él que
salieran fuera, que cerraran tras sí la puerta de la celda y que
volvieran a la madrugada para celebrar con él el Oficio
matutino.
Ellos salieron como de mala gana, intranquilos porque presentían
su fin, y no se fueron en seguida a descansar sino que,
preocupados por el temor de que muriera su maestro, se quedaron
a escondidas cerca de la celda, en observación de aquel talento
de tan valioso precio. Después de algún rato, su interés les
indujo a escuchar atentamente y, al no percibir ningún
movimiento de su cuerpo ni sonido alguno de su voz, seguros ya
de lo que había sucedido, empujan la puerta, entran
precipitadamente encienden una luz y encuentran el santo cadáver
que yacía boca arriba, después que su alma había sido arrebatada
al cielo. Aquella perla preciosa yacía entonces como
despreciada, pero en realidad destinada en adelante a ser
guardada con todos los honores en el erario del Rey supremo.
Oración
Oh Dios, que has renovado en tu Iglesia la vida eremítica por
medio del abad san Romualdo, haz que, negándonos a nosotros
mismos para seguir a Cristo, merezcamos llegar felizmente al
reino de los cielos. Por nuestro Señor Jesucristo.