Del Oficio de
Lectura, 12 de enero
Las nupcias de Cristo y de
la Iglesia
De los
sermones de Fausto de
Riez, obispo
Sermón 5, En la
Epifanía, 2
A los tres días hubo unas bodas. ¿Qué otras bodas
pueden ser éstas, sino las promesas y gozos de la salvación humana?
Las mismas que se celebran evidentemente o bien a causa de la
confesión de la Trinidad, o bien por la fe en la resurrección, como
se indica en el misterio del número tres.
Así como también, en otra de las lecturas
evangélicas, se acoge con cantos y música, y con atuendos nupciales,
la vuelta del hijo más joven, o sea, la conversión del pueblo
gentil.
Por eso, como el esposo que sale de su alcoba,
descendió el Señor hasta la tierra para unirse, mediante la
encarnación, con la Iglesia, que había de congregarse de entre los
gentiles, a la cual dio sus arras y su dote: las arras, cuando Dios
se unió con el hombre; la dote, cuando se inmoló por su salvación.
Por arras entendemos la redención actual, y por dote, la vida
eterna. Todas estas cosas eran, para quienes las veían, otros tantos
milagros; para quienes las entendían, otros tantos misterios.
Porque, si nos fijamos bien, de alguna manera en la misma agua se da
una cierta analogía del bautismo y de la regenera¬ción. Pues,
mientras una cosa se transforma en otra, mientras la creatura
inferior se transforma en algo su¬perior mediante una secreta
conversión, se lleva a cabo el misterio del segundo nacimiento. Se
cambian súbita¬mente las aguas que luego van a cambiar a los
hombres.
Así pues, por el poder de Cristo, en Galilea el
agua se convierte en vino –esto es, concluye la ley y le sucede la
gracia; se aparta lo que no era más que sombra y se hace presente la
verdad; lo carnal se sitúa junto a lo espiritual; la antigua
observancia se trasmuta en Nuevo Testamento; como dice el Apóstol:
Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado–; y como el agua aquella
que se contenía en las tinajas, sin dejar de ser en absoluto lo que
era, comen¬zó a ser lo que no era, de la misma manera la ley,
mani¬festada por el advenimiento de Cristo, no perece, sino que se
mejora.
Si falta el vino, se saca otro: el vino del
Antiguo Testamento es bueno, pero el del Nuevo es mejor; el Antiguo
Testamento, que observan los judíos, se diluye en la le¬tra,
mientras que el Nuevo, que es el que nos atañe, con¬vierte en gracia
el sabor de la vida.
Se trata de «buen vino» siempre que oigas hablar
de un buen precepto de la ley: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a
tu enemigo. Pero es mejor y más fuerte el vino del Evangelio, como
cuando oyes decir: Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos,
y rezad por los que os persiguen.