Oficio de Lectura,
29 de
Diciembre
En la plenitud de los tiempos vino la
plenitud de la divinidad
De los sermones de
san Bernardo,
abad
Sermón 1 en la Epifanía del Señor, 1-2
Ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador,
y su amor al hombre. Gracias sean dadas a Dios, que ha hecho abundar
en nosotros el consuelo en medio de esta peregrinación, de este
destierro, de esta miseria.
Antes de que apareciese la humanidad de nuestro
Salvador, su bondad se hallaba también oculta, aunque ésta ya
existía, pues la misericordia del Señor es eterna. ¿Pero cómo, a
pesar de ser tan inmensa, iba a poder ser reconocida? Estaba
prometida, pero no se la alcanzaba a ver; por lo que muchos no
creían en ella. Efectivamente, en distintas ocasiones y de muchas
maneras habló Dios por lo profetas. Y decía: Yo tengo designios de
paz y no de aflicción. Pero ¿qué podía responder el hombre que sólo
experimentaba la aflicción e ignoraba la paz? ¿Hasta cuándo vais a
estar diciendo: «Paz, paz», y no hay paz? A causa de lo cual los
mensajeros de paz lloraban amargamente, diciendo: Señor, ¿quién
creyó nuestro anuncio? Pero ahora los hombres tendrán que creer a
sus propios ojos, y que los testimonios de Dios se han vuelto
absolutamente creíbles. Pues para que ni una vista perturbada puede
dejar de verlo, puso su tienda al sol.
Pero de lo que se trata ahora no es de la promesa
de la paz, sino de su envío; no de la dilatación de su entrega, sino
de su realidad; no de su anuncio profético, sino de su presencia. Es
como si Dios hubiera vaciado sobre la tierra un saco lleno de su
misericordia; un saco que habría de desfondarse en la pasión, para
que se derramara nuestro precio, oculto en él; un saco pequeño, pero
lleno. Y que un niño se nos ha dado, pero en quien habita toda la
plenitud de la divinidad. Ya que, cuando llegó la plenitud del
tiempo, hizo también su aparición la plenitud de la divinidad. Vino
en carne mortal para que, al presentarse así ante quienes eran
carnales, en la aparición de su humanidad se reconociese su bondad.
Porque, cuando se pone de manifiesto la humanidad de Dios, ya no
puede mantenerse oculta su bondad. ¿De qué manera podía manifestar
mejor su bondad que asumiendo mi carne? La mía, no la de Adán, es
decir, no la que Adán tuvo antes del pecado.
¿Hay algo que pueda declarar más inequívocamente
la misericordia de Dios que el hecho de haber aceptado nuestra
miseria? ¿Qué hay más rebosante de piedad que la Palabra de Dios
convertida en tan poca cosa por nosotros? Señor, ¿qué es el hombre,
para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder? Que
deduzcan de aquí los hombres lo grande que es el cuidado que Dios
tiene de ellos; que se enteren de lo que Dios piensa y siente sobre
ellos. No te preguntes, tú, que eres hombre, por que has sufrido,
sino por lo que sufrió él. Deduce de todo lo que sufrió por ti, en
cuánto te tasó, y así su bondad se te hará evidente por su
humanidad. Cuanto más bueno se hizo en su humanidad, tanto más
grande se reveló en su bondad; y cuanto más se dejó envilecer por
mí, tanto más querido me es ahora. Ha aparecido –dice el Apóstol– la
bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre. Grandes y
manifiestos son, sin duda, la bondad y el amor de Dios, y gran
indicio de bondad reveló quien se preocupó de añadir a la humanidad
el nombre Dios.
Oración
Dios todopoderoso, a quien nadie ha visto nunca,
tú que has disipado las tinieblas del mundo con la venida de Cristo,
la luz verdadera, míranos complacido, para que podamos cantar
dignamente la gloria del nacimiento de tu Hijo. Que vive y reina
contigo.