TIEMPO DE CUARESMA,
Lecturas de la liturgia de las horas
VIERNES DESPUÉS DE CENIZA
PRIMERA LECTURA
Del libro del Éxodo
2, 1-22
Nacimiento y huida de Moisés
SEGUNDA LECTURA
De las homilías del
Pseudo-Crisóstomo
(Suplemento,
Homilía 6 sobre la oración: PG 64, 462-466)
La
oración es luz del alma
El
sumo bien está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque equivale
a una íntima unión con Él: y así como los ojos del cuerpo se iluminan
cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida hacia Dios se
ilumina con su inefable luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de
rutina, sino hecha de corazón; que no esté limitada a un tiempo concreto
o a unas horas determinadas, sino que se prolongue día y noche sin
interrupción.
Conviene, en efecto, que elevemos la
mente a Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la oración,
sino también cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de
los pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas la cuales
debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de dios, de modo que todas
nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la sal del amor de
Dios, se conviertan en un alimento dulcísimo para el Señor.
Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la abundancia que de Dios
brota, si le dedicamos mucho tiempo.
La oración es luz del alma, verdadero
conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el
alma se eleve hasta el cielo y abrace a Dios con inefables abrazos,
apeteciendo la leche divina, como el niño
que, llorando, llama a su madre; por la oración, el alma expone sus
propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza visible.
Pues la oración se presenta ante
Dios como venerable intermediaria, alegra nuestro espíritu y tranquiliza
sus afectos. Me estoy refiriendo a la oración de verdad, no a las
simples palabras: la oración que es un deseo de Dios, una inefable
piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia
divina, de la que también dice el Apóstol: Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo
intercede por nosotros con gemidos inefables.
El don de semejante súplica, cuando Dios
lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial
que satura el alma; quien lo saborea se enciende en un deseo
indeficiente del Señor,
como en un fuego ardiente que inflama su alma.
Cuando querrás reconstruir en ti aquella
morada que Dios se edificó en el primer hombre, adórnate con la modestia
y la humildad y hazte resplandeciente con la luz de la justicia; decora
tu ser con buenas obras, como con oro acrisolado, y embellécelo con la
fe y la grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y, por encima de
todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, coloca la
oración, a fin de preparar a Dios una casa perfecta y poderle recibir en
ella como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por la gracia
divina, es como si poseyeras la misma imagen de Dios colocada en el
templo del alma.