TIEMPO DE CUARESMA
Lecturas de la liturgia de las horas
Cuarto
Miércoles de Cuaresma
PRIMERA LECTURA
Del libro de los Números 11, 4-6. 10-30
Efusión del Espíritu sobre los ancianos y Josué
SEGUNDA LECTURA
De las cartas de San Máximo Confesor, Abad
(Carta 11: PG 91, 454-455)
La misericordia de Dios para con los penitentes
Quienes anunciaron la verdad y fueron ministros de la gracia divina,
cuantos desde el comienzo hasta nosotros trataron de explicar, en sus
respectivos tiempos, la voluntad salvífica de Dios hacia nosotros, dicen
que nada hay tan querido ni estimado de dios como el que los hombres,
con una verdadera penitencia, se conviertan a Él.
Y, para manifestarlo de una manera más propia de Dios que todas las
otras cosas, la Palabra divina de Dios Padre, el primero y único reflejo
insigne de la bondad infinita, sin que haya palabras que puedan explicar
su humillación y descenso hasta nuestra realidad, se dignó, mediante su
encarnación, convivir con nosotros; y llevó a cabo, padeció y habló todo
aquello que parecía conveniente para reconciliarnos con Dios Padre, a
nosotros, que éramos sus enemigos; de forma que, extraños como éramos a
la vida eterna, de nuevo nos viéramos llamados a ella.
Pues no sólo sanó nuestras enfermedades con la fuerza de los milagros,
sino que, habiendo aceptado las debilidades de nuestras pasiones y el
suplicio de la muerte –como si Él mismo fuera culpable, siendo así que
se hallaba inmune de toda culpa-, nos liberó, mediante el pago de
nuestra deuda, de muchos y tremendos delitos y, en fin, nos aconsejó,
con múltiples enseñanzas, que nos hiciéramos semejantes a Él, imitándolo
con una condescendiente benignidad y una caridad más perfecta hacia los
demás.
Por ello clamaba:
No he venido a llamar a los justos, sino a los
pecadores a que se conviertan. Y también: No tienen necesidad
de médico los sanos, sino los enfermos. Por ello añadió que había
venido a buscar la oveja que se había perdido, y que, precisamente,
había sido enviado a las ovejas que habían perecido de la casa de
Israel. Y, aunque no con tanta claridad, dio a entender que había
venido para restablecer en el hombre la imagen divina empañada con la
fealdad de los vicios. Y acaba: Os digo que habrá alegría en el
cielo por un solo pecador que se convierta.
Así también, alivió con vino, aceite y vendas al que había caído en
manos de ladrones y, desprovisto de toda vestidura, había sido
abandonado medio muerto a causa de los malos tratos; después de subirlo
sobre su cabalgadura, lo dejó en el mesón para que lo cuidaran, y, si
bien dejó lo que parecía suficiente para su cuidado, prometió pagar a su
vuelta lo que hubiera quedado pendiente.
Consideró que era un padre excelente aquel hombre que esperaba el
regreso de su hijo pródigo, al que abrazó porque volvía con disposición
de penitencia, y al que agasajó con amor paterno, sin pensar en
reprocharle nada de todo lo que antes había cometido.
Por la misma razón, después de haber encontrado la ovejilla alejada de
las cien ovejas divinas, que erraba por montes y collados, no volvió a
conducirla al redil con empujones y amenazas, ni de malas maneras, sino
que, lleno de misericordia, la puso sobre sus hombros y la volvió,
incólume, junto a las otras.
Por ello dijo también:
Venid a mí todos los que estáis cansados y
agobiados, y yo os aliviaré. Y también: Cargad con mi yugo;
es decir, llama «yugo» a los mandamientos, o sea, a la vida de acuerdo
con el Evangelio; y llama «carga» a la penitencia, que puede parecer a
veces algo más pesado y molesto: Porque mi yugo es llevadero
–dice- y mi carga ligera.
Y de nuevo, al enseñarnos la justicia y la bondad divina, manda y dice:
Sed santos, perfectos, compasivos, como lo es vuestro Padre. Y
también: Perdonad, y seréis perdonados. Y: Tratad a los
demás como queréis que ellos os traten.
Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y
María