TIEMPO DE ADVIENTO
Lecturas de la liturgia de las horas
LUNES
TERCERO DE ADVIENTO
PRIMERA LECTURA
Del Libro del Profeta Isaías 30, 18-26
SEGUNDA LECTURA
Del Tratado de Guillermo, Abad del Monasterio de San Teodorico,
sobre la contemplación de Dios
(Núms. 9-11: SCh 61, 90-96)
Él nos amó primero
Tú eres en verdad el único Señor, tú, cuyo dominio sobre nosotros es
nuestra salvación; y nuestro servicio a ti no es otra cosa que ser
salvados por ti.
¿Cuál es tu salvación, Señor, origen de la salvación, y cuál tu
bendición sobre tu pueblo, sino el hecho de que hemos recibido de ti el
don de amarte y de ser por ti amados?
Por esto has querido que el Hijo de tu diestra, el hombre que has
confirmado para ti, sea llamado Jesús, es decir, Salvador, porque Él
salvará a su pueblo de los pecados, y ningún otro puede salvar.
El nos ha enseñado a amarlo cuando, antes que nadie, nos ha amado hasta
la muerte en la cruz. Por su amor y afecto suscita en nosotros el amor
hacia Él, que fue el primero en amarnos hasta el extremo.
Así es, desde luego. Tú nos amaste primero para que nosotros te
amáramos. No es que tengas necesidad de ser amado por nosotros; pero nos
habías hecho para algo que no podíamos ser sin amarte.
Por eso, habiendo hablado antiguamente a nuestros padres por los
profetas, en distintas ocasiones y de muchas maneras, en estos últimos
días nos has hablado por medio del Hijo, tu Palabra, por quien
los cielos han sido consolidados y cuyo soplo produjo todos sus
ejércitos.
Para ti, hablar por medio de tu Hijo no significó otra cosa que poner a
meridiana luz, es decir, manifestar abiertamente, cuánto y cómo nos
amaste, tú que no perdonaste a tu propio Hijo, sino que lo entregaste
por todos nosotros. Él también nos amó y se entregó por nosotros.
Tal es la Palabra que Tú nos dirigiste, Señor: el Verbo todopoderoso,
que, en medio del silencio que mantenían todos los seres - es decir,
el abismo del error-, vino desde el trono real de los cielos a
destruir enérgicamente los errores y a hacer prevalecer dulcemente el
amor.
Todo lo que hizo, todo lo que dijo sobre la tierra, hasta los oprobios,
los salivazos y las bofetadas, hasta la cruz y el sepulcro, no fue otra
cosa que la palabra que Tú nos dirigías por medio de tu Hijo, provocando
y suscitando, con tu amor, nuestro amor hacia ti.
Sabías, en efecto, Dios creador de las almas, que las almas de los
hombres no pueden ser constreñidas a ese afecto, sino que conviene
estimularlo; porque donde hay coacción, no hay libertad, y donde no hay
libertad, no existe justicia tampoco.
Quisiste, pues, que te amáramos los que no podíamos ser salvados por la
justicia, sino por el amor; pero no podíamos tampoco amarte sin que este
amor procediera de ti. Así, pues, Señor, como dice tu Apóstol
predilecto, y como también aquí hemos dicho, Tú nos amaste primero; y te
adelantas en el amor a todos los que te aman.
Nosotros, en cambio, te amamos con el afecto amoroso que Tú has
depositado en nuestro interior. Por el contrario, Tú, el más bueno y
sumo bien, amas con un amor que es tu bondad misma, el Espíritu Santo
que procede del Padre y del Hijo, el cual, desde el comienzo de la
creación, se cierne sobre las aguas, es decir, sobre las mentes
fluctuantes de los hombres, ofreciéndose a todos, atrayendo hacia sí a
todas las cosas, inspirando, aspirando, protegiendo de lo dañino,
favoreciendo lo beneficioso, uniendo a Dios con nosotros y a nosotros
con Dios.
Esta
página es obra de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y
María.