18 de
diciembre
Lecturas de la liturgia de las horas
PRIMERA LECTURA
Del Libro del Profeta
Isaías 46, 1-13
SEGUNDA LECTURA
De la Carta a Diogneto
(Carta 8, 5-9, 6: Funk 1, 325-327)
Dios ha revelado su caridad por medio de su Hijo
Nadie pudo ver ni dar a conocer a Dios, sino que fue Él mismo quien se
reveló. Y lo hizo mediante la fe, único medio de ver a Dios. Pues el
Señor y Creador de todas las cosas, que lo hizo todo y dispuso cada cosa
en su propio orden, no sólo amó a los hombres, sino que fue también
paciente con ellos. Siempre fue, es y seguirá siendo benigno, bueno,
incapaz de ira y veraz; más aún, es el único bueno; y cuando concibió en
su mente algo grande e inefable, lo comunicó únicamente con su Hijo.
Mientras mantenía en lo oculto y reservaba sabiamente su designio, podía
parecer que nos tenía olvidados y no se preocupaba de nosotros; pero,
una vez que, por medio de su Hijo querido, reveló y manifestó todo lo
que se hallaba preparado desde el comienzo, puso a la vez todas las
cosas a nuestra disposición: la posibilidad de disfrutar de sus
beneficios, y la posibilidad de verlos y comprenderlos. ¿Quién de
nosotros se hubiera atrevido a imaginar jamás tanta generosidad?
Así pues, una vez que Dios ya lo había dispuesto todo en compañía de su
Hijo, permitió que, hasta la venida del Salvador, nos dejáramos
arrastrar, a nuestro arbitrio, por desordenados impulsos, y fuésemos
desviados del recto camino por nuestros voluptuosos apetitos; no porque,
en modo alguno, Dios se complaciese con nuestros pecados, sino por
tolerancia; ni porque aprobase aquel tiempo de iniquidad, sino porque
era el creador del presente tiempo de justicia, de modo que, ya que en
aquel tiempo habíamos quedado convictos por nuestras propias obras de
ser indignos de la vida, la benignidad de Dios se dignase ahora
otorgárnosla, y una vez que habíamos puesto de manifiesto que por
nuestra parte no seríamos capaces de tener acceso al reino de Dios, el
poder de Dios nos concediese tal posibilidad.
Y cuando nuestra injusticia llegó a su colmo y se puso completamente de
manifiesto que el suplicio de la muerte, su recompensa, nos amenazaban,
al llegar el tiempo que Dios había establecido de antemano para poner de
manifiesto su benignidad y poder (¡inmensa humanidad y caridad de
Dios!), no se dejó llevar del odio hacia nosotros, ni nos rechazó, ni se
vengó, sino que soportó y echó sobre sí con paciencia nuestros pecados,
asumiéndolos compadecido por nosotros, y entregó a su propio Hijo como
precio de nuestra redención: al santo por los inicuos, al inocente por
los culpables, al justo por los injustos, al incorruptible por los
corruptibles, al inmortal por los mortales. ¿Qué otra cosa que no fuera
su justicia pudo cubrir nuestros pecados? ¿Por obra de quién, que no
fuera el Hijo único de Dios, pudimos nosotros quedar justificados,
inicuos e impíos como éramos?
¡Feliz intercambio, disposición fuera del alcance de nuestra
inteligencia, insospechados beneficios: la iniquidad de muchos quedó
sepultada por un solo justo, la justicia de uno solo justificó a muchos
injustos!