La “Misa campesina nicaragüense”
por Elida Z. Solórzano
La aparición del canto popular, como parte de la música litúrgica, fue
una de las innovaciones resultantes a raíz del Concilio Vaticano II. Su
introducción marcó un cambio en la tradición musical de la Iglesia. A la
austera solemnidad del canto gregoriano, a la majestuosidad polifónica
de las misas de Mozart y Beethoven, a los arpegios maravillosos de las
fugas de Bach y la imponente sonoridad del órgano de tubos, se sustituyó
la algarabía de la guitarra, la dulce melancolía de la marimba, el ritmo
provocador de las maracas y las melodías que se cantaban y bailaban en
las fiestas populares. El cambio no fue del todo negativo, porque
significó el aporte de la cultura autóctona y permitió que el pueblo
participara de la alegría que debe caracterizar al auténtico cristiano.
En Nicaragua, conocida por la riqueza de su música gracias a la obra de
autores anónimos y compositores vernáculos de la talla de Camilo Zapata,
Erwin Krüger, Tino López Guerra, Carlos Mejía Godoy y tantos otros, la
irrupción de música folclórica y popular en los templos marcó un giro
drástico en la liturgia. Particularmente notable a ese respecto es la
famosa “Misa campesina nicaragüense” de Mejía Godoy, que recoge
elementos de la música y sones tradicionales nicaragüenses, en una
mezcla de colorido y alegría que traduce bien la idiosincrasia de
nuestro pueblo. No puede negarse que entre la dilatada obra de dicho
compositor, la “Misa” es quizá la más conocida en el extranjero,
precisamente por su carácter festivo y auténtico, pero también gracias a
la difusión de que es objeto la música de protesta por parte de la
izquierda internacional. En la Misa se mezclan las melodías del campo,
los sones de toros y canciones tan profanas como la “Mama Ramona” para
dar un producto cuyo resultado final es la originalidad. Es digna de
figurar en una antología de la nueva música latinoamericana.
Su letra, sin embargo, se aparta notoriamente del texto y esquema de una
misa tradicional —que respetan inclusive las misas inspiradas en la
música nacional, como la Misa Criolla del argentino Ariel Ramírez, la
Misa Flamenca, la africana Misa Luba o la Misa a la Chilena de Vicente
Bianchi— y refleja la influencia de la iglesia “progresista”, que con su
mensaje revolucionario trató de reinterpretar los textos bíblicos para
adaptarlos a una visión bastante alejada del amor cristiano y más
próxima al enfrentamiento o la oposición irreconciliable que caracteriza
la concepción marxista de la lucha de clases.
Un análisis somero de las distintas partes de la misa nicaragüense
revela la enorme distancia que separa sus textos de los de una misa
tradicional. Muy sutilmente, pero a veces en forma bastante directa, se
trata de marcar la diferencia, como en el canto penitencial, donde la
invocación “Señor, ten piedad”, con la que suplicamos humildemente la
misericordia de Dios, se transforma en una increpación a Cristo, “el
Dios de los pobres”, para que se identifique con nosotros, “[...] no con
la clase opresora que oprime y devora a la comunidad, sino con el
oprimido [...]”. Fuera de la extemporaneidad del texto en una invocación
piadosa, es curioso que se conmine a Cristo a identificarse con
nosotros, cuando ya lo hizo al asumir nuestra naturaleza en la
Encarnación, que lo volvió semejante a nosotros en todo, menos en el
pecado. No es Cristo el llamado a identificarse con el hombre y tampoco
podemos exigirle que lo haga con determinada clase, porque es el Dios de
todos, sin exclusiones. Como dice la Escritura, Dios no hace diferencia
entre personas (Sant 2,1), sino que juzga a cada cual según sus obras (1
Pe 17). Por el contrario, somos nosotros quienes debemos tratar de
imitar al Señor, mediante la búsqueda de la perfección, la santidad y a
través del reconocimiento humilde —sin prepotencia— de nuestra
indignidad y hacerlo en el amor no sólo a nuestros semejantes sino a
nuestros enemigos, como Él nos mandó (Lc 6,27).
El canto de alabanza, si bien resume la alegría que debe caracterizar al
himno de gloria al Creador, contiene también un panegírico para el que
“denuncia sin miedo la injusticia... sufre la cárcel y el destierro...
combatiendo al opresor”. La paz, con la que saludaron los ángeles a los
pastores en Belén, al anunciarles la buena nueva del nacimiento de
Jesús, está notoriamente ausente de este mensaje, lo mismo que el
agradecimiento a Dios o la alabanza a la Trinidad.
Pero es sin duda el credo el que plantea los mayores reparos y en donde
radica la diferencia abismal del texto de la “Misa” con la profesión de
fe del cristiano. El Credo de la misa católica establece de manera clara
y concisa el fundamento, la esencia de la doctrina por la que el
cristiano confiesa su adhesión a las enseñanzas de la Iglesia de Cristo.
Su redacción fue objeto de amplios debates con las iglesias de oriente
en puntos tocantes a cuestiones trascendentales de fe y se tradujo en el
texto aprobado por el Concilio de Nicea en el año 325, que es aceptado
como expresión de fe común por católicos, anglicanos, ortodoxos y
protestantes. Es una síntesis precisa de las creencias que profesan los
cristianos al reconocer al Dios único y al mismo tiempo trino en la
persona del Padre, de su Hijo Unigénito Jesucristo y el Espíritu Santo,
que procede del amor de ambos. El cristiano cree en Jesucristo encarnado
en la Virgen María por obra del Espíritu de Dios, que murió por nuestra
salvación y resucitó de entre los muertos; cree en la Iglesia única y
universal, en el bautismo para el perdón de los pecados, en la
resurrección de los muertos y en la vida eterna.
¿Y qué nos dice el “credo” de Mejía Godoy? Es cierto que habla de un
Dios que creó el universo “las estrellas y la luna, las casitas, las
lagunas, los barquitos navegando...” que vino para salvar al mundo y se
encarnó “en el vientre humilde y puro de María”. El credo de la “Misa”
contiene pasajes de gran ternura y belleza que describen la campiña
nicaragüense, pero sólo menciona algunas de las verdades fundamentales
de la fe. Habla de Cristo como el Unigénito de Dios, que es “Luz de luz,
que fue golpeado y martirizado” y reconoce su resurrección. Pero ni una
palabra del Espíritu Santo ni del perdón de los pecados, de la Iglesia
universal. En cambio, aprovecha la ocasión para denunciar a Pilatos como
“el romano imperialista” y reafirma la creencia en la lucha sin tregua,
en el brazo que se alza “para defender al pueblo del dominio
explotador”. No resulta difícil reconocer en esas frases una alusión
directa a situaciones de la política contingente y para nadie es un
misterio saber con quién se identifica al “romano imperialista”... El
Cristo de la “Misa” se inscribe perfectamente en la visión de los
teólogos de laliberación, que ven en la figura de Jesús no a quien nos
redimió con su sangre del pecado, sino a un luchador revolucionario, a
un activista subversivo que fue torturado y ejecutado por denunciar la
injusticia, oponerse a los ricos, desafiar a los poderosos e hizo causa
común con los desposeídos y los oprimidos. Su ejecución habría tenido
una finalidad enteramente distinta, carente del sentido salvífico de la
redención, con lo que Cristo sería el fundador de los movimientos de
liberación de la opresión política, de igual manera que, según los
teólogos neomarxistas, la Virgen María, al entonar su Magnificat,
aparecería como la precursora del movimiento comunista que nacería del
Manifiesto de 1848.
Resulta imposible, para un auténtico seguidor de Cristo, conciliar esta
postura, dominada por el antagonismo de la lucha de clases, la oposición
irreductible entre pobres y ricos, entre oprimidos y opresores, con el
verdadero sentido del mensaje evangélico, sintetizado admirablemente por
San Juan cuando dice que “Dios es amor” (1 Jn 4,8). Cierto es que Jesús
tomó partido abiertamente por los pobres, los desvalidos, los pecadores,
como lo atestigua en su admirable sermón de las bienaventuranzas (Mt 5).
Sólo que Cristo tenía otro concepto de la pobreza, porque se refería no
tanto a la privación de bienes materiales, sino a la humildad del
espíritu (Mt 5,3), a la mansedumbre, pero su predilección por los
humildes no tuvo, como contrapartida, el odio contra los ricos y
poderosos. Combatió más la soberbia y la falsedad de los fariseos, y
cuando éstos quisieron ponerlo a prueba, él los confundió al abstenerse
de condenar a la mujer adúltera o cuando les respondió “dad al César lo
que es del César y a Dios lo que es de Dios”, con lo que señaló muy bien
la distinción entre quienes ejercían legítimamente el poder temporal y
quienes se ocupaban de los asuntos de Dios. No optó por predicar el
exterminio de los gobernantes (“ricos y poderosos”) y exhortar al pueblo
a sublevarse en contra de ellos, porque dejó bien en claro, en varias
oportunidades, que su reino no era de este mundo, que había venido a
liberar a los hombres de las ataduras del pecado y a reconciliar a la
humanidad con el Padre, al precio de su propia inmolación. Como afirma
San Pablo, el cristiano es mensajero de la reconciliación (2 Cor 5,18) y
no promotor del odio, porque “Cristo destruyó el odio en la cruz” (Ef
2,16). Dar otro significado al mensaje del Evangelio es sencillamente no
haber entendido lo que Cristo expresó muy claramente.
La “Misa campesina nicaragüense”, no obstante la innegable originalidad
de su música, la riqueza de su colorido y la alegría que transmite,
contiene, bajo su aparente inocuidad folclórica, un mensaje subliminal
que se contrapone a la verdadera exégesis del Evangelio. La
interpretación de su música en lugares públicos o fiestas populares pone
una nota de alegría en el ambiente, pero la recitación de su texto en
los templos, como parte de la celebración del misterio eucarístico,
introduce una peligrosa distorsión del mensaje de amor, reconciliación,
perdón y misericordia que nos legó como herencia el propio Jesucristo.