Las mujeres en la Biblia
Profesor Michael F. Hull, Nueva York
NUEVA YORK, 23 de noviembre de 2002
www.ZENIT.org.
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Padre Michael Hull, profesor de Sagrada
Escritura en el seminario St Joseph de Yonkers de Nueva York, pronunciada
durante la videoconferencia patrocinada por la Congregación vaticana
para el Clero el 29 de octubre sobre el tema «Las Mujeres en la Sagrada
Escritura».
«Al principio... Dios creó a Adán, le hizo a imagen de Dios. Los creó
varón y mujer» (Génesis 1: 1, 27; 5: 1-2). Y desde el principio (de la
Biblia) sirven como personajes en la épica revelada por Dios sobre la
elección y la redención que se inaugura con la misteriosa mezcla del
infinito amor de Dios y de la «felix culpa» de la humanidad.
Desde el principio de la creación se refleja al Creador en unidad. ¿Cómo
es posible hablar entonces de «mujeres en la Sagrada Escritura» o de
«hombres en la Sagrada Escritura», si Génesis 1-3, por ejemplo, apenas
podría admitir tal extrapolación?
Por un lado, parecería que hablar de «mujeres en la Sagrada Escritura»
resulta una abstracción demasiado arbitraria de la representación
bíblica de las personas humanas. Por otro lado, tal abstracción podría
ayudarnos a discernir más claramente la voluntad de Dios al centrarnos
en ciertos momentos de su gracia de los que son testigos mujeres
particulares en la Biblia.
Llegados a este punto, debemos ser prudentes. Un examen de todas las
mujeres de la Biblia, al igual que un examen de todos los hombres de la
Biblia, se presentaría amorfo y desarticulado. Pero un examen de una
pocas mujeres clave, con papeles sobresalientes en la elección y
redención, presentaría ventajas de cara a la comprensión del tema.
Comenzaremos por el principio del Antiguo Testamento, continuaremos con
el Nuevo Testamento, y concluiremos con un escenario final.
El elegido
El Antiguo Testamento es la historia de la elección. Es la historia de
la elección de un pueblo --hombres y mujeres-- por Dios. Adán y Eva
gozaban conjuntamente de los dones preternaturales. Esto se hace
especialmente conmovedor en que cada uno come individualmente de la
fruta prohibida. El pecado de desobediencia no le viene a uno por culpa
del otro: ambos son culpables y ambos son castigados.
Sin embargo, la pérdida de los dones preternaturales y el destierro del
Jardín del Edén no causa la aniquilación de la «imagen de Dios» o la
dependencia de la humanidad de Dios. Adán y Eva son los procreadores, y
es Eva la que reconoce que su primer hijo, Caín, es un don de Dios – «He
tenido un varón con el favor de Yahvé» (Génesis 4:1). Asimismo, Eva vio
la mano de Dios en el nacimiento de Set para restaurar la pérdida de
Abel; es con el nacimiento del primer hijo de Set cuando los hombres
empezaron a invocar el nombre del Señor (Génesis 4:25-26). Y de esta
manera los hombres y las mujeres invocaron al Señor, con frecuencia con
resultados mezclados de confusión, destrucción y restauración, hasta que
el Señor escogió a un antepasado y a una antepasada en las personas de
Abraham y Sara.
La llamada inicial a Abraham (Génesis 12:1-3) no es hecha a un individuo
solamente sino también a un hombre casado (Génesis 11:29). Así, Sara es
depositaria integral de la promesa del Señor de bendecir a Abraham, su
progenie y su tierra. A pesar de la cobardía de Abraham al ofrecer a
Sara al Faraón de Egipto (Génesis 12:10-20) y a Abimelek de Gerar
(Génesis 20:1-7), el Señor la protege.
Sin embargo, la falta de confianza de Abraham en la fuerza de Dios es
paralela a la falta de confianza de Sara en la promesa de Dios. Es Sara
quien envía a Hagar (la egipcia) a su marido para forzar la promesa de
Dios (Génesis 16:1-6); es Sara quien duda de Dios y se ríe de la
perspectiva de un hijo a su avanzada edad (Génesis 18:9-15).
El intento de dar la vuelta al plan de Dios a través de la fecundidad
vicarial de Hagar con Ismael es tanto una falta de Abraham como de Sara,
y es rechazada por Dios. Aunque Dios muestra compasión por Hagar e
Ismael, permitiéndoles participar parcialmente en las promesas hechas a
Abraham (Génesis 16:7-14; 21:13-21), no habrá heredero sin la
intervención directa de Dios y su reconocimiento.
Con la intervención divina (Génesis 21:1-2), Sara concibe y da a luz a
Isaac. Así también, Génesis 22 cuenta el reconocimiento de Isaac por
Abraham como un don de Dios en una de las más conmovedoras perícopas del
Antiguo Testamento. Las bendiciones sobre Abraham y Sara son abundantes.
La progenie es completa en Abraham y Sara. Sólo queda la tierra. Sara se
convierte en el signo por el cual Canaán será reclamada para siempre por
los descendientes de Abraham y Sara. A la muerte de Sara, Abraham compra
una cueva a Efrón el Hitita en Canaán y la entierra allí (Génesis
23:1-20), puesto que resulta inverosímil que la madre y antepasada sea
enterrada en suelo extranjero.
Rebeca
De igual manera, no es plausible que su hijo, Isaac, pueda casarse entre
gente extranjera. Abraham lo despacha a sus parientes y a los de su
mujer para encontrar una compañera aceptable, Rebeca. Isaac presenta la
cobardía de su padre; como actuó el padre, actúa el hijo, Isaac está
dispuesto a arriesgar la integridad de Rebeca por su propia seguridad
(Génesis 26:1-11).
El papel de Isaac, a parte de engendrar a Esaú y Jacob, es pequeño en
comparación con el de Rebeca. Es a Rebeca, no a Isaac, a quien Dios
revela la naturaleza que lucha en su vientre, que el menor usurpará al
mayor (Génesis 25:23). La preferencia de Isaac por Esaú no favorece el
plan de Dios, pero el amor de Rebeca por Jacob es recompensado por la
venta de la primogenitura por Esaú.
Además, gracias a sus maquinaciones, es Rebeca quien sirve de
instrumento a la voluntad de Dios al obtener la bendición para Jacob en
vez de para Esaú, y es Isaac quien se queda en la oscuridad ante los
planes de Dios. Esaú se casa entre extranjeros, los Hititas (Génesis
26:34-35). La enemistad entre los dos hermanos, que comenzó en el
vientre de Rebeca, continúa como un motivo que se repite y que causa que
Jacob se refugie con los parientes de Rebeca para encontrar una esposa
aceptable, Raquel.
Jacob y Raquel se convierten en los padres de las tribus que forman el
pueblo hebreo. Es a través del primer hijo de Raquel, José, que la
bendición, la progenie y la tierra alcanzarán un cumplimiento intermedio
en Egipto. Raquel es la verdadera esposa de Jacob, aquella que él desea
y ama más, y la madre de José y Benjamín. Raquel es aquella de quien
Dios se acuerda al abrir su vientre con José y accediendo a su deseo por
segunda vez con Benjamín antes de su muerte en el parto (Génesis
30:23-24; 35:16-18).
Además, su cuerpo se convierte en otra marca para reclamar Canaán,
cuando Jacob la entierra en Belén (Génesis 35:19; 48:7). Y aunque cada
tribu no está ligada a Raquel directamente, los progenitores de la
prosperidad en Egipto son sus dos hijos, José y Benjamín. Sin Raquel, es
imposible concebir la fortuna y fertilidad de los hebreos como la
descubrimos al inicio del Éxodo.
A partir de Eva, Sara, Rebeca y Raquel se constituye y prospera todo un
pueblo. Cuando es oprimido y esclavizado aquel pueblo, son las mujeres –Sifrá
y Puá, las parteras, la hermana no nombrada del Faraón y la madre no
nombrada de Moisés- quienes protegen al futuro líder de los hebreos,
Moisés, a quien Dios escoge para guiar a su pueblo al cumplimiento de la
elección en la tierra prometida, porque Dios ha oído el grito de sus
súplicas (Éxodo 3:7). La elección del pueblo hebreo es precursora de la
redención de todos los pueblos en Jesucristo. Y al igual que las mujeres
juegan un papel vital en la elección, también juegan un papel vital en
la redención.
El redimido
El Nuevo Testamento es la historia de la redención. Es la historia de la
redención de todos –hombres y mujeres- por Dios. En el centro de la
redención, por supuesto, está el Redentor, Jesucristo, uno con el
Creador, el Padre, y el Santificador, el Espíritu Santo. Los santos
evangelios tienen como objetivo describir las palabras y hechos
inmediatos del Redentor, así como otros libros cuentan las palabras y
hechos de sus apóstoles y discípulos.
Hablar de cualquier persona, hombre o mujer, después de la venida del
Verbo encarnado, es hablar de él o de ella en relación con dicho Verbo.
Específicamente, los evangelios hablan de una serie de hombres y mujeres
en la vida y obra de Jesús, en donde la elección del Padre es
transubstanciada en la Redención por el Hijo a través del Espíritu
Santo.
No hay mayor exaltación de la raza humana que el hecho de que el Hijo de
Dios se haga hombre y nazca de mujer. No hay ser humano más cercano a
Dios que su madre, María, quien como Theotokos lo lleva en su seno con
un amor más allá de las palabras. María es la mujer más importante en el
orden creado y por fuerza la más importante mujer de la Biblia.
María
es la «nueva Eva», con cuyo fiat el plan de Dios para la redención
se pone en marcha para que las faltas que comenzaron con la primera Eva
puedan ser expiadas en su Hijo. Es en el momento de su obediencia
sacrificial en la Cruz cuando Jesús confía la Iglesia a su madre y su
madre a la Iglesia (Juan 19:25-27). Esta exaltación de su madre
manifiesta la importancia de las mujeres en su vida y provee el
paradigma de su relación de respeto y compasión con las mujeres.
Hay mujeres en los momentos más significativos de la vida de Jesús.
Isabel, con Juan Bautista todavía en su vientre, es la primera mujer
(además de María) en adorarlo y en reconocer el cumplimiento de la
promesa de Gabriel a María (Lucas 1:42-45).
Y es la voz de Raquel la que entona el luto por los Santos Inocentes
(Mateo 2:16-18; ver Jeremías 31:15; 40:1), cuya matanza por Herodes es
la prefiguración del rechazo de Israel y del asesinato del Mesías en la
Cruz. Hay más mujeres que hombres a los pies de la cruz (Mateo 27:55-56;
Marcos 15:40-41; Lucas 23:49; Juan 19:25-27).
Se recuerdan más las actividades de las mujeres ocurridas inmediatamente
después que las de los hombres (Mateo 27:61; Marcos 15:47; Lucas
23:55-56; ver Juan 19:40-42). Las mujeres están entre los primeros
testigos de la Resurrección (Mateo 28:1-6; Marcos 16:1-12; Lucas
24:1-12; Juan 20:1-2, 11-18). Por lo tanto, las mujeres están presentes
de manera substancial en la Encarnación y en la Redención.
Hay también mujeres que son muy significativas en el ministerio terrenal
de Jesús como beneficiarias de su respeto y compasión. Según Lucas
(8:1-3), había muchas mujeres discípulas de Jesús, que viajaban junto
con Él.
De hecho, el recuerdo de la presencia de Jesús en la casa de Marta y
María, donde Jesús tendría más mujeres escuchando sus enseñanzas que
ocupándose de otras cosas, ilustra el respeto de Jesús por las mujeres
(Lucas 10:38-42; ver Juan 11:1); puesto que deben cooperar en su propia
salvación, las mujeres necesitan aprender de Jesús tanto como cualquier
otra persona.
De igual manera, las mujeres necesitan reformar sus vidas. Juan (4:7-42)
recuerda el respetuoso encuentro de Jesús con una mujer samaritana.
Queda claro que Jesús sabe que ella es una samaritana, y muy pecadora,
pero él no la regaña. Por el contrario, le explica quién es Él y lo que
significa su venida. Los discípulos de Jesús no lo entienden, pero el
Señor sabe exactamente con quién está tratando y a través de esta mujer
muchos samaritanos llegaron a creer (Juan 4:39).
Jesús pone también de relieve la generosidad y ejemplo de una pobre
viuda como una lección para sus discípulos (Marcos 12:41-44; Lucas
21:14). Quizás el retrato más llamativo del respeto de Jesús por las
mujeres (y amor por las pecadoras) se dibuja cuando pone a una
prostituta como un ejemplo para Pedro (Lucas 7:36-50). En la cena en la
casa de un fariseo, una prostituta limpia los pies de Jesús con sus
cabellos y lágrimas y los unge con aceite. Lucas indica que es el
fariseo el que cuestiona a Jesús en su interior, pero es a Pedro a quien
se dirige la lección sobre el pecado y el perdón.
De esta manera, la compasión de Jesús por las mujeres es ilimitada. Él
levanta a la hija de Jairo de la muerte (Mateo 9:18-19, 23-26; Marcos
5:21-24, 35-43; Lucas 8:40-42, 49-56) y al hijo de la viuda de Naín
(Lucas 7:11-17). Al ver a una mujer doblada por la enfermedad, no puede
dejarla sin curar, aunque ella no pidió su compasión e incluso auque el
hecho pueda levantar la ira de algunos al realizarse en Sábado (Lucas
13:10-13; ver Mateo 12:11-12; Juan 5:1-18). La compasión de Jesús por
las mujeres no se limita a las hijas de Israel, puesto que Jesús arranca
un demonio de la hija de una mujer sirofenicia (Mateo 15:21-28; Marcos
7:24-30).
Posiblemente el momento en que más se mueve a compasión Jesús tiene
lugar en Juan 8:1-11. Jesús está enseñando en el templo cuando los
escribas y fariseos le llevan a una mujer que había sido sorprendida en
adulterio; su intención es apedrearla, porque su culpabilidad está clara
y la ley de Moisés así lo prescribe.
Pocas son las palabras de Jesús: «Aquel de vosotros que esté sin pecado,
que le arroje la primera piedra». A sus palabras, ellos se marchan, pero
la mujer se queda de pie frente a él. Y Jesús dice a la mujer adúltera
palabras que resumen su compasión hacia la raza humana que Él redime –
«Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más».
El testimonio bíblico de las mujeres
El escenario del testimonio bíblico de las mujeres muestra cómo
comparten íntimamente con los hombres los momentos bíblicos más
significativos. En todos, por lo que resulta vano intentar separar el
testimonio de las mujeres del de los hombres o viceversa. Los
acontecimientos bíblicos transcendentales de la elección y de la
redención no tienen diferencias de sexo; son momentos de una
identificación entre Dios y la humanidad que como mejor se entienden es
de acuerdo a una experiencia humana unificada, más que de acuerdo a
alguna posible forma de tensión entre el hombre y la mujer.
Sin embargo, en el momento en que podemos distinguir las figuras
bíblicas para aprender de los éxitos o errores de nuestros predecesores
en la fe, nos damos cuenta que tenemos mucho que aprender del testimonio
de las mujeres bíblicas. Tres temas generales resultan evidentes: el
lugar de la humanidad en la elección de Dios, el lugar de la humanidad
en la redención del Señor; y la fundamental dignidad de la humanidad.
Primero, los hombres y las mujeres son instrumentos en la elección de
Dios desde los inicios. La historia del acto creativo de Dios es tanto
una historia sobre Eva como sobre Adán. La preparación del pueblo
elegido por Dios es tanto una historia sobre Sara, Rebeca y Raquel como
sobre Abraham, Isaac y Jacob. Todo lo que comienza con la teofanía de
Dios a Moisés en Éxodo 3 se ha preparado en concierto con los hombres y
las mujeres de su elección, para que Israel pueda convertirse en «un
reino de sacerdotes, una nación santa» (Éxodo 19:6; ver Isaías 61:6).
El Antiguo Testamento proclama un principio divino sobre la preocupación
de Dios por su creación. Es una preocupación que coloca a los seres
humanos –tanto hombres como mujeres- en una relación con Él, gracias a
la cual pueden participar en una asociación con Él, a pesar del pecado
original y anticipar su redención por Él en la persona de su Hijo.
Los hombres y las mujeres participan en igualdad en su promesa de
bendición, de progenie y de tierra hecha a Abraham. También son
herederos en su significado más profundo de la promesa inicial, una
realidad velada en el Antiguo Testamento y revelada en el Nuevo: que
obtendrán no sólo bendición sino también la redención, no sólo progenie
sino también vida eterna, y no sólo tierra aquí sino también un hogar en
el cielo.
Segundo, los hombres y las mujeres son instrumentos en la redención del
Señor. Al igual que Dios permitió su participación en el Antiguo
Testamento, también permite su participación en la vida y la labor
terrenal del Redentor. Dado el carácter único de la persona y
naturalezas –divina y humana- de Jesús, no existe analogía alguna con
cualquier hombre o mujer que resulte ilustrativa, ni hay hombre o mujer
que se le pueda comparar.
No importa lo digno que se vuelva un hombre o una mujer por su imitación
de Cristo, no importa cuánto merezca un ser humano la dulía, la latría
sólo se debe a Dios –Padre, Hijo y Espíritu. Sin embargo, con relación a
esto, la Bienaventurada Virgen María se queda sola en medio de los seres
humanos. Su papel clave en la elección y en la redención es singular.
Por la divina providencia, María merece nuestra hiperdulía. Como Eva era
«la madre de todos los vivientes» (Génesis 3:20) en un sentido natural,
María es la madre del Redentor y madre de los redimidos, es decir, «la
madre de todos los vivientes» en un sentido sobrenatural.
La elección llega a su plenitud de manera maravillosa en la redención.
Por eso, Pedro puede reinterpretar correctamente la comprensión de Éxodo
19:6 por la que Israel se constituye en el nuevo Israel, la Iglesia,
«linaje elegido, sacerdocio real, nación santa» (1 Pedro 2:9). En la
nueva situación, como apunta Pablo, «ya no hay judío ni griego; ni
esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en
Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham,
herederos según la Promesa» (Gálatas 3:28-29).
Finalmente, la bondad del Señor para su pueblo, hombres y mujeres,
ejemplifica la realidad de la dignidad humana en el orden creado. Desde
el principio, hombres y mujeres fueron hechos a «imago Dei», y gracias a
la Encarnación todos los hombres y mujeres están invitados a participar
de los frutos de la Pasión y la Resurrección. La imagen que nos presenta
el Antiguo Testamento de las mujeres hace obvia el respeto y compasión
de Dios por ellas.
Con respecto a nuestra edad contemporánea, al comenzar el tercer milenio
del cristianismo, las mujeres deben ver su papel en la historia de la
salvación como algo crítico para la revelación y redención de Dios. Las
mujeres necesitan centrarse en los beneficios de Dios para con ellas,
especialmente en su elección de una mujer como la madre de su Hijo. La
cima de la gratuidad de Dios y el testimonio colectivo de la Biblia
demuestran la importancia de las mujeres en la voluntad salvífica de
Dios.
Desde el principio, hombres y mujeres han sido llamados a la unión con
Dios. De hecho, es una mujer, hablando a otras mujeres, quien resume
todo el testimonio bíblico presentado a la humanidad, cuando Isabel dice
a María: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le
fueron dichas de parte del Señor!» (Lucas 1:45).
ZSI02112303