AMOR EN LA LATITA DE LECHE...
Dos hermanitos en puros harapos, provenientes del arrabal,
uno de cinco años y el otro de diez, iban pidiendo un poco de comida por
las casas de la calle que rodea la colina.
Estaban hambrientos: "vaya a trabajar y no molesten", se oía detrás de
la puerta; "aquí no hay nada pordiosero...", decía otro...
Las múltiples tentativas frustradas entristecían a los niños...
Por fin, una señora muy atenta les dijo: "Voy a ver si tengo algo para
ustedes...¡Pobrecitos!"
Y volvió con una latita de leche.
¡Que fiesta! Ambos se sentaron en la acera.
El más pequeño le dijo al de diez años: "tú eres el mayor, toma
primero...y lo miraba con sus dientes blancos, con la boca medio
abierta, relamiéndose".
Yo contemplaba la escena como tonto... ¡Si vieran al mayor mirando de
reojo al pequeñito...!
Se lleva la lata a la boca y, haciendo de cuenta que bebia, apretaba los
labios fuertemente para que no le entre ni una sola gota de leche.
Después, extendiéndole la lata, decia al hermano:
"Ahora es tu turno. Sólo un poquito."
Y el hermanito, dando un trago exclamaba: "¡Está sabrosa!"
"Ahora yo", dice el mayor. Y llevándose a la boca la latita, ya medio
vacía, no bebia nada.
"Ahora tú", "Ahora yo", "Ahora tú", "Ahora yo"...
Y, después de tres, cuatro, cinco o seis tragos, el menorcito, de
cabello
ondulado, barrigudito, con la camisa afuera, se acababa toda la leche...
él solito.
Esos "ahora tú", "ahora yo" me llenaron los ojos de lágrimas...
Y entonces, sucedió algo que me pareció extraordinario.
El mayor comenzó a cantar, a danzar, a jugar fútbol con la lata vacía de
leche.
Estaba radiante, con el estómago vacío, pero con el corazón rebosante de
alegría.
Brincaba con la naturalidad de quien no hace nada extraordinario, o aún
mejor, con la naturalidad de quien está habituado a hacer cosas
extraordinarias sin darles la mayor importancia.
De aquél muchacho podemos aprender una gran lección: "Quien da es más
feliz que quien recibe."