La carga que se
hizo dulce
Cuento de Carlos de Sagarra
Después de crear la luz, las
estrellas, el sol, la luna, el agua, las nubes y la tierra; Dios quiso
crear los seres vivos, y empezó con las plantas. Y así creó la
hierba que la hizo verde, fresca y suave. Viendo que era buena se
animó y creó las flores dando rienda suelta a su imaginación
(figuraos lo que puede dar de sí la imaginación de Dios) y las hizo
de todos los colores tamaños y formas. Aquí también quedó
satisfecho, así que pensó en avanzar un poco más y formó los
arbustos y matorrales más duros y resistentes. Y cuando ya había
ensayado con el herbaje las flores y los arbustos, decidió culminarlo
todo con la obra maestra de los vegetales e hizo los árboles. Uno
alto, espigado, con hojas pequeñas y gruesas, y el tronco resinoso.
Era bonito, pero Dios quiso hacer otro mejor aún, así que puso todo
su amor e hizo otro con tronco mucho más grueso, con unas ramas que
se abrían y bifurcaban infinitas veces formando ramas inmensas llenas
de hojas. ¡Y qué hojas! Grandes, con forma de estrella, y de un
verde, que al soplar el viento producían unos brillos de lentejuelas
y un susurrar que calmaba al más espírico. Y todo ello sustentado
por raíces tan grandes y fuertes que sobresalían de la tierra. Y tal
era el aspecto del nuevo árbol que daba la impresión de que si no
estuvieran ahí, todo el árbol subiría a los cielos. Era, con mucho,
el más bonito de todo el Jardín del Edén. Tanto era así que los
pájaros, cuando todo estuvo creado, buscaban sus ramas para anidar,
las ardillas buscaban las rugosidades de su corteza para cobijarse,
todo tipo de animales buscaban sombra bajo sus ramas, se rascaban en
su tronco. Todos estaban muy felices con ese árbol tan bonito.
Todos... menos él. Siempre estaba refunfuñando y de mal humor. Un
día Dios le preguntó el motivo de su enfurecimiento y él le dijo
-¿Por qué me has maldecido así? ¿Qué he hecho yo? No comprendo
que afrenta te habré causado para que me pongas estas ramas tan
grandes y pesadas, que encima tienen que soportar estas infinitas y
enormes hojas que son muchas más de las que puedo cargar. ¡¿No ves
que pesan mucho?! El otro árbol lleva con ligereza esas hojitas
minúsculas que le has dado, pero yo debo cargar con semejante lastre.
Me has hecho mal. ¡No quiero estas hojas! Dios, al ver su cerrazón
le dijo: - De acuerdo, si crees que es lo mejor así sea. A partir de
mañana no tendrás hojas. El árbol se quedó encantado ante la idea
y esa noche durmió feliz y esperanzado. Por la mañana se llenó de
júbilo al ver que todas sus hojas estaban secas en el suelo. Pero
pronto su alegría se tornó en tristeza. Ya nadie iba a acogerse bajo
su sombra, las ardillas ya no correteaban por él, los pájaros ya no
anidaban sobre sus ramas... Bien es cierto que antes eran un incordio
con sus piares, sus arañazos, su continua presencia no le dejaba
descansar, pero... estaba ahora tan solo, y pasaba tanto frío que
empezó a llorar. Tanto lloró que Dios se apiadó de él y le dijo:
-Ahora te das cuenta de tu gran soberbia y comprendes que no hay nadie
más sabio que Yo. Esas hojas que te di eran precisamente lo que te
hacía el ser el más deseado. ¿No compensaba eso con creces el peso
de las hojas? ¿No te das cuenta de que ya te había dado yo fuertes
ramas para sujetar semejante follaje? Voy a devolverte tus hojas, pero
para que no se te olvide tu osadía, todos los años, en invierno te
quitaré tus hojas, y para que compruebes Mi misericordia te las
devolveré en primavera, y así el resto de los animales podrán
volver a disfrutar de tu sombra. Y así fue. Y el árbol, cada vez que
apreciaba el peso de sus hojas se alegraba al pensar en la gran suerte
que tenía al llevar semejante peso. Y esto se transmitió de
generación en generación entre todas las familias de los árboles
descendientes de aquel árbol. Y es por eso que aún hoy hay árboles
a los que se les caen las hojas.